EL MUNDO 02/12/13
CASIMIRO GARCÍA-ABADILLO
Sin quererlo -o tal vez sí- Mariano Rajoy se convirtió el pasado jueves en el protagonista de un apasionado debate en el Parlamento escocés de Holyrood, en Edimburgo.
El ministro principal de Escocia, Alex Salmond, tuvo que salir al paso de unas declaraciones hechas por el presidente español en la rueda de prensa celebrada el miércoles en presencia del presidente francés Francois Hollande. Preguntado por un periodista, Rajoy afirmó que, si se aprueba la independencia en el referéndum de septiembre de 2014, «es bueno que los escoceses sepan que quedarían fuera de la UE».
Ante esta afirmación tan rotunda, Salmond respondió que tiene «pruebas» de que Escocia seguirá siendo miembro de la UE incluso después de haberse declarado independiente. En realidad, lo que tiene Salmond en su poder es una carta de un funcionario de segundo nivel de la Comisión Europea en la que éste afirma que sería posible renegociar la posición de Escocia en el seno de la UE si ganan los partidarios de la independencia.
Para Escocia, mejor dicho, para Salmond, ese es un asunto primordial, ya que su planteamiento de independencia, relatado en un documento de 667 páginas presentado el pasado martes, es ciertamente sui géneris. El líder del SNP pretende separarse del Reino Unido pero, al mismo tiempo, mantener la libra, la unión con Inglaterra bajo la Corona acordada en 1603 y seguir siendo miembro de la UE y de la OTAN.
Salmond insiste una y otra vez en que su proyecto de separación no tiene nada que ver con una idea chovinista de Escocia, sino que está motivada por las «malas y distantes políticas dictadas desde Londres». El líder nacionalista escocés reitera que «los valiosos lazos que unen a Escocia con el resto de las islas británicas pervivirán tras la independencia: Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte serán siempre nuestra familia, nuestros amigos y nuestros más cercanos vecinos».
Salmond ha construido la demanda de independencia (que en la última encuesta respalda el 33% de los escoceses) no sobre el odio hacia los ingleses o las antiguas tradiciones (aunque él sea un lector asiduo del poeta Robert Burns, que glosó la batalla de Bannockburn, donde Escocia se aseguró la independencia respecto a Inglaterra en 1314), sino sobre las ventajas económicas que obtendrían los ciudadanos de la nueva nación al romper sus lazos con el Reino Unido. «No vemos la independencia como un fin en sí mismo, sino como una forma de de cambiar a Escocia para mejorarla», afirmó Salmond en el acto de presentación de su libro blanco por la independencia.
Con una población que supone el 8% (5,3 millones de personas) del Reino Unido y un PIB que representa el 10% de esa unión que ahora pretende romperse, Salmond ha vendido la idea de que la administración por un gobierno independiente de los recursos petroleros podría hacer mejorar el nivel de vida de los escoceses y, al mismo tiempo, importar el modelo económico de los países nórdicos: elevados impuestos y elevados salarios.
Pero, para convencer a sus paisanos, Salmond sabe que debe preservar la idea de que, en lo esencial, van a seguir siendo y viviendo como hasta ahora. Es decir, manteniendo bien apretados los lazos que anclan a Escocia con el Reino Unido.
Salmond sabe que se juega su carrera política con el referéndum de 2014. Una humillante derrota sería letal para el SNP, que ahora tiene 65 escaños en un parlamento de 132 miembros, en el que tanto laboristas como conservadores están claramente contra la independencia.
Artur Mas ha utilizado el ejemplo del Reino Unido y Escocia para sacar los colores al gobierno español por su empecinamiento en negar un referéndum para Cataluña.
Aunque existen algunas coincidencias, incluso históricas (en ambos casos se quiere poner fin a tres siglos de convivencia: los parlamentos de Escocia e Inglaterra aprobaron la unión en 1707, mientras que Cataluña reclama la soberanía supuestamente perdida tras la derrota de 1714), las diferencias entre ambos procesos son notorias.
Desde luego las hay desde el punto de vista histórico y, por supuesto, legales. Sin embargo, me voy a centrar en un aspecto de la cuestión que las distingue fundamentalmente: la manera en la que el SNP y el bloque CiU/ERC afrontan el proceso de independencia.
Mientras que los escoceses pretenden preservar la relación con Inglaterra como algo positivo, los nacionalistas catalanes quieren la independencia porque consideran a España (confundida con Castilla) como una rémora, haciendo juicios de valor que, a veces, rayan con el chovinismo más burdo.
El eslogan «España nos roba» (recuerden el spot electoral de CiU en el que un raterillo con la bandera española le quitaba la cartera a un catalán) excita los peores sentimientos en los que se asienta el nacionalismo: la superioridad de una cultura y de un pueblo sobre otro.
En su interesante novela Victus (presentada en su contraportada como «un derroche de información y rigor histórico»), Albert Sánchez Piñol, pone en boca del protagonista de la misma la siguiente reflexión: «El personaje castellano por excelencia es el hidalgo, que aún pervive. Orgulloso hasta el extremo de la locura, capaz de batirse a muerte por un pisotón, pero incapaz del menor empuje constructivo. Lo que para él son gestos heroicos, para la mirada catalana no pasa de ser un empecinamiento en el más risible de los errores… En realidad España no existe; no es un sitio, es un desencuentro».
Gane o pierda la opción independentista, en Escocia no existe el riesgo de un fractura en las relaciones no sólo de sus ciudadanos, sino de estos con los de Inglaterra. Sin embargo, lo que ha puesto en marcha desde hace años el nacionalismo catalán es un proceso de rechazo hacia todo lo español que ya ha creado tensiones en la sociedad catalana y, por supuesto, de una parte de ésta con el resto de España. Esa semilla de odio -que no desaparecerá con el referéndum- distingue a un proceso del otro.