Algunos han tardado 30 años en aceptar que la amenaza o el asesinato deben desaparecer de la política; asusta imaginar cuántos años más habrán de pasar para asumir que la política democrática demanda asimismo el libre debate de sus creencias y buenos argumentos, además de votos suficientes, que justifiquen sus propósitos.
La reciente sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos está pasando entre nosotros con bastante pena y escasa gloria. El Tribunal desestima la demanda contra la Ley de Partidos y la subsiguiente ilegalización de Herri Batasuna y Batasuna, es decir, da la razón sin rodeos y por unanimidad en ambos puntos al Gobierno de España. Pues como si nada. Que los partidos demandantes no acaten su condena y se lancen a tomar en calles y bares de Euskadi lo que les quitan los jueces de Europa, era cosa de esperar. Que los demás partidos nacionalistas vascos -los «democráticos», ya saben- vuelvan a arremeter contra la Ley de Partidos ahora firmemente avalada y a amparar a sus camaradas más radicales…, eso aún habrá podido sorprender a algunos. Pero que tantos hombres públicos en este país no aprovechen aquella sentencia europea para la muy necesaria educación ciudadana, eso debería sorprendernos a todos. Porque aquí hay mucha tela que cortar.
Tal vez recuerden ustedes con qué furor clamaron los nacionalistas «democráticos» contra aquella Ley y la contumacia con que sucesivamente la recurrieron, sin éxito alguno, ante el Tribunal Supremo y el Constitucional. Incluso con cuánto fervor secundaron también el recurso que el abertzalismo radical presentó en Europa y hoy ha sido rechazado. Todos los recurrentes coincidían (y siguen coincidiendo) en denunciar el notorio déficit de la democracia española, que al parecer obstruye los legítimos derechos de expresión y de asociación de aquellos partidos disueltos. Uno se pregunta por eso si en Derecho Penal no debería regir algo así como un principio de transitividad: quienes comparten las razones principales de la demanda que un tribunal condena por las razones contrarias, ¿no quedarán ellos también implícitamente condenados por ese mismo tribunal? Pero los miembros de la gran familia nacionalista no se dan por aludidos, porque la sentencia alude tan sólo a los de Batasuna.
Lo más probable es que tampoco hayan leído ni siquiera el núcleo central de la sentencia de marras. O que no lo hayan entendido o, claro, que lo estén ocultando por la cuenta que les trae. Pues el caso es que el alto tribunal no rechaza la libertad de expresión de los demandantes, que acoge hasta las ideas que hieren, chocan e inquietan y excluye las que «incitan a recurrir a la violencia». Criminalizan las ideas, sí, pero justamente las criminales. Ni tampoco coarta su libertad de asociación, pues sus partidos no han sido cancelados tan sólo por negarse a condenar los atentados terroristas; ni siquiera, fíjense, por pretender «un cambio en las estructuras legales o constitucionales del Estado». Han sido prohibidos por encarnar «un proyecto político incompatible con las normas de la democracia». O, para ser más claro, por «proponer un programa político en contradicción con los principios fundamentales de la democracia». ¿Lo prefieren de otra forma? Porque ese partido propugna «un modelo de sociedad… que estaría en contradicción con la concepción de una sociedad democrática». Por si no lo han captado todavía, porque defiende un «proyecto político contrario en su esencia a los principios democráticos proclamados por la Constitución española».
No se irriten conmigo. Más insistentes aún son los jueces, que reiteran este fundamento nada menos que once veces en las últimas páginas de su sentencia. No se limitan a condenar los medios violentos de Batasuna y afines, como obvios «instrumentos de la estrategia terrorista de ETA». Lo que machaconamente sostienen es que también los fines (el proyecto) y los presupuestos (el programa) de esos partidos son antidemocráticos. Repito: no sólo inconstitucionales, como aquí pontifican nuestros comedidos juristas; son antes aún antidemocráticos. Ya ven cómo no es cierto que «todas las opiniones son respetables», una opinión que tanto favorece a las opiniones de los más brutos. A lo mejor algún día renunciamos a la blanda falsedad de los tópicos que le siguen, como que «todas las ideas pueden defenderse en democracia», que «en ausencia de violencia, todos los proyectos políticos son legítimos» y otros disparates.
Y es que la democracia no es un sistema de gobierno del que importen nada más que los procedimientos -elecciones y regla de la mayoría-, sino también sus premisas y contenido morales. Defender la prevalencia (por razones raciales o lingüísticas) de una comunidad étnica particular sobre la ciudadana general; anteponer presuntos derechos colectivos a los individuales, etcétera, no aprueban un examen de democracia. Así las cosas, las persistentes negativas a distanciarse del terrorismo son sin duda síntomas de complicidad con los terroristas. Pero la sola repulsa de los medios violentos tampoco vuelve democrático a ningún partido, al revés de lo que predica la simpleza política reinante; sólo lo vuelve pacífico. Para calificarlo de democrático, deberá probar además que su programa y su proyecto respetan la igualdad política y postulan la libertad de los ciudadanos. Algunos han tardado 30 años en aceptar que la amenaza o el asesinato deben desaparecer de la política; asusta imaginar cuántos años más habrán de pasar para asumir que la política democrática demanda asimismo el libre debate de sus creencias y buenos argumentos, además de votos suficientes, que justifiquen sus propósitos.
Se comprende entonces la zozobra de quienes, voceando deplorar tales medios (pero disfrutando de sus rentas), comparten los presupuestos y metas de esos partidos que el Tribunal de Estrasburgo ha reprobado. Dirán que acatan su veredicto, al tiempo que abominan de aquella Ley de Partidos que esta sentencia juzga intachable, pero que ellos creen destinada maliciosamente a expulsar a los nacionalistas del poder. Verbigracia, Iñigo Urkullu, presidente del PNV.
Urkullu, como Zabaleta y otros dirigentes de la tropa nacionalista -la «democrática», no se olviden-, confunde la pluralidad, o mera presencia de diversas opciones políticas en una sociedad, con el pluralismo, o sea, el marco legal que permite el enfrentamiento tolerante de esas opciones mediante el diálogo y no por la fuerza. El presidente abertzale declara que el Gobierno socialista busca recortar la «pluralidad» política de Euskadi. Simula olvidar que sólo podando algunas ramas podridas de aquella pluralidad podrá garantizarse allí el pluralismo. Para este político borrar de manera definitiva el «color diferente» de Euskadi sólo puede responder a un empeño perverso. Prendido en la torpe ideología de la diferencia, supone que lo diferente es bueno tan sólo por ser diferente, no por probar ser bueno, y que hay que conservarlo aunque fuere un monstruoso fruto del fanatismo.
¿En suma?: suma y sigue, y sigue y sigue…
Aurelio Arteta, EL PAÍS, 20/8/2009