ABC 20/12/16
HERMANN TERTSCH
· Hay una izquierda ventajista y prepotente que se pretende elegida por la historia
LAS televisiones lo retransmitían ayer desde los capitolios de las capitales de los 51 estados. Allí estaban reunidos los miembros del Colegio Electoral que en un número total de 538 decidirán quién es el presidente de los Estados Unidos de América para los próximos cuatro años. Como Donald Trump ha conseguido 306 votos electorales, es decir, 74 más que los 232 de Hillary Clinton, estaba claro desde la madrugada del 9 de noviembre quién había sido elegido y quién será el jefe del Estado de la primera potencia del mundo. Pero esta vez todo era diferente. Porque desde hace semanas los electores de Trump, plenamente identificados, han recibido masivas presiones, centenares de miles de correos en mejor o peor tono y muchas amenazas, también de muerte, que les conminaban a cambiar su voto de Donald Trump a Hillary Clinton. Por la diferencia existente, eran necesarios 37 «traidores» para invertir el resultado. Constitucionalmente es posible y legal. Pero tan inaudito que las últimas deserciones son del siglo XIX.
Ahora la izquierda norteamericana, muy radicalizada en los años de Barack y Michelle Obama, ha intentado forzar a electores a cambiar su voto para anular el resultado de las elecciones e impedir la llegada de Trump a la Casa Blanca el 20 de enero. Han querido justificar esta acción sin precedentes en tiempos modernos con el hecho de que Clinton sacara en total más votos que Trump, en torno a dos millones, en el llamado voto popular. Eso es habitual porque hay estados muy poblados que votan en una dirección masivamente. Para garantizar la cohesión nacional existe el sistema del Colegio Electoral con sus números adjudicados de compromisarios.
Lo inaudito no ha sido que ganara las elecciones uno y sacara más votos otro, sino el cuestionamiento masivo del resultado según las reglas aprobadas desde siempre por todos y no discutidas jamás por nadie. Y los llamamientos a invertirlo con la demanda a los electores, muchas veces agresiva e intimidatoria, a cambiar su voto en el colegio. Ha habido llamamientos de «famosos» izquierdistas apelando a Dios sabe qué sentimientos que debían hacerles romper su compromiso de voto y traicionar su palabra. Estos eran los «amables». Porque ha habido operaciones masivas para hacérselo cambiar a la fuerza y por miedo. En una acción tan tramposa y totalitaria como las manifestaciones violentas contra el resultado después del día 8 y la permanente campaña por cuestionar el inapelable veredicto de las elecciones. La izquierda norteamericana siempre tuvo minorías muy agresivas, especialmente en ciertas universidades, pero bajo Barack Obama ha sucedido como con la idea revanchista y guerracivilista en España bajo Zapatero. Les han bastado a ambos ocho años para activar una polarización y un odio y desprecio a los adversarios políticos que han dado al traste con toda cooperación entre los partidos que era habitual. El sectarismo del presidente ha tenido momentos escandalosos. Hizo así el mismo ridículo que los medios. En sus últimas semanas se permite enormes excesos. Así, hace unos días calificaba al colegio electoral despectivamente como «vestigio» para alimentar la agitación de deslegitimación. Y no ha condenado en ningún momento las amenazas que estos electores han denunciado. Da igual. Trump será presidente. Está formando un equipo de gente mejor que él, que no le debe nada, libres de criterio, ricos y libres de toda atadura que no sea su buen nombre y patriotismo. Veremos cómo. Pero esa izquierda que se pretende elegida por la historia y legitimada para cambiar siempre las reglas en su beneficio, mientras no asuma la realidad, se pudrirá en su frustración y rencor. Tendrá que aprender una lección de humildad que podría ser muy larga.