Rubén Amón-El Confidencial

  • El proyecto oscurantista de Meloni representa una brecha en la cohesión de la UE y estimula el discurso de Vox cuando más le hace falta a un Abascal en crisis

Debe sentirse Vladímir Putin reconfortado con los resultados de las elecciones italianas. La triple alianza que arrojan —del verbo arrojar— los resultados del domingo —Meloni, Berlusconi, Salvini— representa un sabotaje al proyecto comunitario y a la cohesión de la UE respecto a la guerra de Ucrania y a las secuelas de la crisis energética. Y es verdad que la Hungría de Viktor Orbán ya funcionaba como un satélite moscovita y una brecha rupturista, pero el peso político, económico, demográfico y simbólico de Italia presupone un periodo de enorme incertidumbre, precisamente cuando el zar radicaliza la respuesta militar en su propia decadencia. 

Putin ha ganado los referéndums amañados en el Dombás. Y ha ganado de carambola los comicios tricolores. Su relación siniestra con Berlusconi y la sumisión de Matteo Salvini (Liga) ya habían logrado fracturar la precaria mayoría en la que gobernaba Mario Draghi. De hecho, las elecciones de este 25-S son la respuesta democrática a la moción que malogró el plan de reanimación económica que había diseñado el primer ministro depuesto.

Impresiona mucho que la eventual sustituta de Draghi sea Giorgia Meloni. Y llama la atención la pasividad con que el electorado italiano ha reaccionado a la gran remontada de la ultraderecha. La baja participación y la desmovilización de la izquierda han colaborado en la proyección de una lideresa eurófoba, xenófoba, nacionalista, oscurantista y confesional. De otro modo, no hubiera escandalizado tanto el discurso que pronunció el pasado mes de junio en la plaza de toros de Marbella, cuando Santiago Abascal se la trajo para estimular la candidatura de Macarena Olona. 

Tiene sentido evocarlo en su literalidad: «No hay mediaciones posibles: o se dice sí o se dice no. Sí a la familia natural, no a los ‘lobbies’ LGBT [sic], sí a la identidad sexual, no a la ideología de género, sí a la cultura de la vida, no al abismo de la muerte, sí a la universalidad de la cruz, no a la violencia islamista, sí a fronteras seguras, no a la inmigración masiva, sí al trabajo de nuestros ciudadanos, no a las grandes finanzas internacionales, sí a la soberanía de los pueblos, no a los burócratas de Bruselas». 

Fue calentándose Meloni. Y fueron poniéndose de pie los militantes de Vox y la dirigencia del partido. Empezando por Abascal, protagonista estos días de una crisis interna que se explica en la depuración de Macarena Olona y que bien podría aplazarse con la euforia de los resultados italianos.

Hace suya la victoria Abascal. Y con todo el sentido. Por la afinidad al discurso de Meloni (Dios, patria y familia). Por las relaciones orgánicas entre Vox y Hermanos de Italia. Y porque la congoja de la crisis económica y el desencanto social podrían funcionarle también a él como estímulo electoral, precisamente ahora que las encuestas relativizan su fuerza en las urnas. 

El ejemplo de Italia no tiene por qué cundir en España en términos equivalentes, pero se antoja ilustrativo de la capacidad contagiosa del populismo. Lo demuestra el pavoroso avance de la extrema derecha y de la extrema izquierda en las recientes elecciones legislativas francesas. 

La aguerrida militancia de los ‘desheredados’ se añade a la pasividad de los ciudadanos que renuncian a votar. Prevalece así una doble amenaza a la democracia representativa. Porque cogen vuelo los extremismos. Y porque el rechazo a las urnas redunda en la desconfianza hacia el sistema.

Giorgia Meloni sería la primera mujer que accede a la jefatura del Gobierno. Y la menos feminista de todas. El modelo de sociedad al que aspira está claramente descrito en la verborrea de su discurso marbellí. Por esas razones, no resulta verosímil el esfuerzo de moderación con que ha pretendido atraerse a los votantes conservadores. Ha garantizado durante la campaña que no se cuestionarían las sanciones a Putin. Y ha defendido la soberanía de Ucrania, pero las conexiones entre Roma y Moscú implican una amenaza que Putin saborea con la misma euforia de Orbán. 

Estremecía la clausura de la campaña electoral en Roma. No ya por las masas que arroparon a Giorgia Meloni, sino porque además la custodiaban las dos personalidades políticas más nauseabundas de la política ‘tricolore’: la momia de Silvio Berlusconi —Forza Italia ha obtenido un resultado tan decadente como su líder— y la terminal putinista de Matteo Salvini. 

La ola de populismo ha adquirido una dimensión en Francia e Italia. Unas y otras elecciones normalizan el extremismo. Y predisponen un escenario que enfatiza el regreso de la antipolítica y que se resiente al mismo tiempo de su insolvencia. El programa político de Giorgia Meloni es indeseable e impracticable. Propaga un modelo de sociedad intolerante e inaceptable.

«Italia no se puede sustraer, pero bien saben Putin y Abascal que la brecha de Roma es la entrada secreta del infierno» 

La buena noticia acaso consiste en los mecanismos correctores. La cesión de soberanía que rige en la UE condiciona las políticas domésticas. Lo mismo puede decirse de los mercados y de las reglas internacionales. Italia no se puede sustraer ni a los unos ni a las otras, pero bien saben Putin y Abascal que la brecha de Roma es la entrada secreta del infierno. 

Para no quemarnos del todo, conviene aplicar a la angustia de las elecciones italianas dos rasgos inequívocos de la política ‘tricolore‘. Uno es el ‘coeficiente de desdramatización’, o sea, la capacidad de nuestros vecinos italianos para relativizar la gravedad de las cosas. Y el otro es el mecanismo autodestructivo que acompaña a los gobiernos italianos desde 1948 a nuestros días. El promedio está en un año y dos meses, pero los ha habido que han durado una semana.