- La entidad de lo que está en juego en España demanda unos políticos capaces de recorrer el próximo tramo de nuestra historia con la altura de miras de los grandes estadistas.
Las elecciones del 23 de julio del pasado año nos depararon un resultado que casi ninguna encuesta había previsto: la recuperación del bipartidismo, con una fragmentación del resto de las fuerzas políticas que dificulta seriamente la acción de gobierno.
Los peajes que quieren cobrar los partidos minoritarios por su apoyo resultan inasumibles. A su vez, la posibilidad de un gran acuerdo entre el PSOE y el PP o el PP y el PSOE, que parece tan necesario, es, hoy por hoy, una mera utopía.
Con la excepción del ejemplar acuerdo sobre la renovación del Consejo Superior del Poder Judicial, PP y PSOE han sido incapaces de alcanzar un acuerdo de Estado. Ciertamente, esto viene de atrás.
Esta situación se enmarca en un grave contexto de crisis que trasciende nuestro país: la guerra de Ucrania; los diversos conflictos bélicos en Oriente Próximo y Oriente Medio; el creciente y preocupante fenómeno de la polarización en nuestras democracias; y, por si todo ello fuera poco, la crisis del cambio climático.
Al reflexionar sobre la situación que vivimos, conviene empezar recordando lo que logramos en 1977, gracias al espíritu de consenso político y concordia cívica que alumbró la Transición.
La dictadura surgida tras la Guerra Civil, y que llevaba casi cuarenta años en el poder, fue transformada en una democracia plena, terminando con el enfrentamiento de aquellas dos Españas que, como escribió Machado, helaban los corazones de los españoles desde su nacimiento. Se logró sin violencia, sin encarcelamientos, sin exilios. Y, además, nos incorporamos a Europa.
Quienes vivimos aquel milagro político contemplamos sorprendidos las dificultades actuales para alcanzar pactos políticos, pese a la gravedad de algunos de los problemas que tenemos planteados. A esto se añade que las nuevas generaciones tienden a despreciar lo que significó la Transición por puro desconocimiento.
El cimiento sobre el que se asentó aquella transformación ejemplar fue indiscutiblemente el consenso político. Esto es, la voluntad de pacto asumida desde un inteligente y generoso espíritu liberal, que reconoce la parte de verdad que tiene el otro en su condición de adversario y no de enemigo.
Transcurrido el momento constituyente, era natural que la práctica del consenso declinase y prevaleciera el juego de una alternancia no pactada. Pero no se puede olvidar que en una democracia siempre hay un momento en el que el pacto político se hace, de nuevo, conveniente, si no imprescindible.
«La CE de 1978 se dejó abierto un proceso ilimitado de descentralización que amenaza la integridad del Estado y su buen funcionamiento»
La entidad de lo que hoy está en juego en España demanda unos políticos capaces de recorrer el próximo tramo de nuestra historia con la altura de miras de los grandes estadistas. Repasemos, muy brevemente, algunos de los problemas que definen la naturaleza de esta hora.
En primer lugar, no es posible seguir demorando el momento de afrontar la cuestión peor resuelta de la Transición. Me refiero a la vertebración territorial del Estado que quedó inconclusa.
En efecto, en la Constitución de 1978 se dejó abierto un proceso ilimitado de descentralización que, años después, amenaza la integridad del Estado y su buen funcionamiento. Empezando con la cuestión catalana, mientras PSOE y PP, PP y PSOE, no aborden conjuntamente la solución de esta laguna constitucional, no podremos desprendernos de sus graves consecuencias.
Un modelo federal puede y quizás debe contemplarse. En todo caso, tendría que hacerse desde un espíritu constituyente. Esto es, se precisa un gran pacto entre los dos principales partidos que se extienda después a los partidos nacionalistas.
El pacto ha de implicar una definición estable de la estructura territorial del Estado. Y recuperar, además, un sentido de lealtad institucional entre las principales partes que lo conforman. En definitiva, se hace necesario un cambio constitucional como los aprobados hace algún tiempo en Alemania y Canadá, que quizás pudieran servirnos de referencia.
Pero hay otras grandes cuestiones que también requieren de ese consenso. Por ejemplo, la aprobación de una Ley de Educación con vocación de una permanencia larga.
En un país como el nuestro, de reconocidas diferencias lingüísticas, culturales y territoriales, la existencia de una ley de Educación perdurable constituye un elemento esencial para fomentar una cultura compartida de convivencia. En cuarenta y cinco años de democracia ha habido ocho leyes de Educación que han ido sucediéndose tras cada cambio de gobierno anulando la anterior.
El durísimo informe de la OCDE sobre nuestro sistema educativo es muy significativo. Si la educación vertebra una sociedad, esta inestabilidad legal constituye un elemento más de la desvertebración de nuestro país.
«Es inimaginable plantearse una reforma constitucional sin un consenso previo entre los principales partidos que legitime las soluciones que se alcancen»
Otra cuestión urgente es la reforma del sistema de salud pública. Hemos pasado de tener un sistema que era un referente en Europa a un sistema fragmentado y empobrecido, con algunos agujeros negros que, de no resolverse, pueden hacerlo quebrar. El sistema, además, está colapsado con millones de personas en listas de espera y 800.000 en espera quirúrgica.
El problema no se resuelve con la sanidad privada, que sí está funcionando, y menos intentando intervenirla. Hay que recuperar el principio de una sanidad pública ejemplar y viable. En estos momentos hay tratamientos, por ejemplo, en el campo oncológico, que sólo tienen los hospitales públicos de algunas comunidades creando una situación de injustificable desigualdad cívica debido a la fragmentación autonómica,
La reforma de la Justicia también requiere de ese necesario consenso político. No me refiero tan solo a que se renueven, como establece nuestra legislación, adecuadamente los órganos principales de la Justicia española, cuyo bloqueo ha constituido un fenómeno inasumible, sino también a la lentitud de la administración de la Justicia, que supone de por sí una profundísima injusticia para la ciudadanía. Estoy seguro de que cualquiera podría compartir alguna anécdota inverosímil al respecto.
Una actualización de nuestra Constitución, no solo en el campo de la vertebración territorial, sería también necesaria para abordar, por ejemplo, el proceso de sucesión de la Corona, en el que prevalece el hombre sobre la mujer, el funcionamiento del Senado y una reforma de la Ley Electoral.
Es inimaginable plantearse todo lo anterior sin un consenso previo entre los principales partidos, cuya imprescindible mayoría legitime las soluciones políticas que se alcancen.
Por supuesto, este consenso no se logra en un debate televisivo, ni menos a golpe de titulares en los medios de comunicación. Todo acuerdo político, y más si es relevante, precisa recorrer previamente puentes de diálogo discretos, cuando no invisibles, que sirvan para explorar y preparar esos necesarios acuerdos públicos.
Concluyo con un testimonio esperanzador.
En mis encuentros con algunos políticos relevantes de nuestros dos principales partidos, he comprobado que puede existir una coincidencia en la necesidad de un gran pacto que permita abordar los principales problemas que tiene planteados nuestra democracia, así como las necesarias reformas que demanda una Constitución, tras cuarenta y cinco años de vigencia.
Ciertamente, el momento político que vivimos no parece, en este sentido, alentador. Pero, por definición, soy una persona optimista, y no me resigno a que no cambiemos su signo.
*** Gregorio Marañón es el presidente del Teatro Real y de la Fundación Ortega-Marañon.