Llega un japonés por primera vez a España y pide que se le explique la situación política del país. Hay que echarle valor, pero no es difícil: un 90 por ciento de los votantes han apoyado en las últimas elecciones a partidos que no cuestionan la vigencia de la Constitución, aunque una porción de ellos no descarte reformarla, y, si excluimos a los extremos, 260 diputados de 350 se declaran constitucionalistas. Pero el gobierno, si llegara a haberlo, lo van a decidir aquellos que quieren separarse de España y, consecuentemente, son contrarios a la Constitución. No es difícil explicarlo. Más complicado es entenderlo. Sobre todo si no se tiene información suficiente acerca de los antecedentes. Y de los personajes. Del personaje.
Paradojas de la vida: los que el 23 de julio sostuvieron a Pedro Sánchez fueron los votantes de centro-izquierda más críticos con su gestión; los más contrarios al rol que el líder socialista ha concedido al nacionalismo. Mucho simpatizante histórico del PSOE, que antes de la campaña había decidido quedarse en casa, se movilizó a última hora para “frenar a la ultraderecha”. El temor a una potencial influencia de Vox en un gobierno del PP pesó más que la perspectiva de un Frankenstein 2. Más estética que ética, por mucho que lo nieguen. Hoy, a la vista de un resultado que le da a Carles Puigdemont la llave de la gobernabilidad, muchos de esos votantes deben estar abriéndose las venas. No querías caldo…
Los que el 23 de julio sostuvieron a Sánchez fueron los votantes de centro-izquierda más críticos con su gestión; los más contrarios al rol que el líder socialista ha concedido al nacionalismo
A la vista del paisaje dibujado por las urnas, ante la evidencia de que no es posible un gobierno “progresista” sin el apoyo de formaciones supremacistas, arcaicas, incluso racistas, abiertamente conservadoras y contrarias a la Constitución, me gustaría creer que la reacción mayoritaria de esos candorosos ciudadanos oscila entre el arrepentimiento y el remordimiento. Pero no. Lo que hasta ahora he podido constatar son actitudes que fluctúan entre el silencio fúnebre y la reafirmación. Callan los más sensatos; se ratifican en la decisión los que nunca se equivocan, aquellos que desde su negligente pereza intelectual siguen aferrándose a las siglas como superior credencial de ciudadanía.
Hoy, tras confirmar de nuevo el deprimente espectáculo de un dirigente político dispuesto a todo con tal de permanecer en el cuadro de mandos del poder, ese votante melindroso que antepone la falsa paz de su conciencia a los intereses del país, ese pobre internacionalista de libro abandonado a su suerte, ese en otro tiempo concienciado ciudadano que tenía asumidos los inconvenientes que acarrea la libertad de criterio (Karl Popper), ese pobre ingenuo que ve cómo hasta Iñigo Urkullu se atreve a salir de su zona de confort para aprovechar el momento, ese insensato, en suma, está a punto de sufrir la penúltima humillación.
Urkullu no pide la independencia, pide una nación sin los deberes de una nación. Una nación en la que el Estado ceda todos los derechos y se quede con las obligaciones
Urkullu no es tonto. No pide la independencia. Pide una nación sin los deberes de una nación. Una nación en la que el Estado, es decir, todos los españoles, tenga -más bien mantenga- la responsabilidad de tapar los agujeros de una sociedad y una economía en franca decadencia; que, sin ir más lejos, continúe compensando el déficit que generan las pensiones de los jubilados vascos (como ha recordado en este periódico José María Múgica, el 45 por ciento del coste anual de las pensiones en Euskadi -de las más altas del país-, que en 2022 superó los 10.000 millones de euros, lo pagamos solidariamente el resto de los españoles); que, en definitiva, y después ceder todos los derechos, se quede con las obligaciones, empezando por la protección jurídica y política del privilegiado estatus del que gozan, gracias en buena parte a los desequilibrios del Concierto, los ciudadanos vascos (siendo además lo más llamativo que sean PNV y Bildu, y no el Estado, quienes rentabilizan esa sobreprotección).
Ha escrito Urkullu en El País que “las elecciones generales del pasado 23 de julio ratificaron la diversidad y pluralidad del Estado”. Pluralidad quizá, pero no precisamente la que representa el nacionalismo periférico. En noviembre de 2019 los nacionalistas catalanes, vascos y gallegos alcanzaron el 9,08% de los votos emitidos. En 2023, sólo el 6,59%. ¿A qué ratificación se refiere Urkullu? Sólo hay una interpretación posible: lo que sí ha ratificado el soberanismo es su cada vez más desproporcionada influencia en la política española. El hecho de que, en este contexto de relativo declive de lo periférico, el lehendakari proponga la “actualización de los derechos históricos”, no es simplemente un intento de recuperar iniciativa frente a los de Otegi, que también, sino la lectura correcta de una situación política que será muy difícil que se vuelva a repetir; la oportunidad que ofrece a un nacionalismo en horas bajas la dolorosa realidad de un imposible acuerdo entre constitucionalistas.
A nuestro amigo japonés se le ha puesto cara de querer coger el primer avión de vuelta, y las normas de una correcta hospitalidad aconsejan que se extreme el tacto. Así que me voy a guardar la síntesis, ya antes apuntada, que todo lo explica con cristalina nitidez: que la decisión de que en España haya o no gobierno antes de fin de año no la va a tomar la mayoría, sino un prófugo de la Justicia. Sí, mejor lo dejo para otro día.