EL CORREO 17/01/14
JOSU DE MIGUEL BÁRCENA, ABOGADO Y PROFESOR DE DERECHO CONSTITUCIONAL
Aburrimos a los lectores señalando que Cataluña está en un pretendido proceso constituyente y que ninguna de las reglas constitucionales en vigor sirven prácticamente para explicar nada. En esta línea, el Parlament acaba de aprobar una resolución, que llegará en breve a las Cortes Generales en forma de proposición de ley, para que estas, utilizando el art. 150.2 de la Constitución, deleguen en aquél la competencia para convocar el referéndum del 9 de noviembre. Esta era una de las propuestas que había realizado el Consejo de Transición Nacional, órgano dedicado al creacionismo jurídico para sacar adelante el proyecto independentista en marcha desde hace más de un año y medio.
En realidad, el movimiento es la clave del proyecto de Mas y Junqueras. Adaptando las reglas de las lecciones históricas hegelianas a la revolución nacionalista, se piensa que quemando una serie de etapas se llegará al objetivo final casi por inercia. Bueno, en la España del siglo XXI la secesión de un territorio puede llegar por hartazgo de la parte contraria, pero por inercia ya sabemos que no funcionan los procesos históricos, si no que se lo pregunten a la izquierda abertzale. Y la resolución pidiendo una delegación de competencias forma parte del plan perfectamente pensado, que por cierto ya estaba implícito en el primer informe del Consejo de Transición Nacional: hay que ir cosechando negativas del Estado, para cargarse de razones y en su momento, mediante las correspondientes elecciones plebiscitarias, declarar la independencia. Lo que pase después, ya no es competencia de los políticos catalanes, probablemente tampoco de los españoles: es cosa de multitudes y de un orden de las cosas aleatorio.
La pregunta a la que hay que responder, en todo caso, es a la siguiente: ¿puede delegarse la competencia del Estado para realizar referéndums (art. 92 y 149.1.32ª CE) en una comunidad autónoma mediante el art. 150.2 CE? Aquí se alude al ejemplo británico, que no sirve, porque por aquellas tierras no existe constitución escrita y la soberanía reside en el Parlamento, y a algunas decisiones discutibles, pero inevitables, tomadas durante el proceso de formación de las comunidades autónomas, como aquella en la que las Cortes suplantaron a la provincia de Almería para convalidar el referéndum de acceso a la autonomía andaluza. Aquel desliz, propio de los inicios de cualquier experiencia constitucional de nueva planta, serviría hoy para legitimar una visión menos rigorista de las exigencias constitucionales que rodean la formación de la ley en España y el proceso soberanista en Cataluña.
El art. 150.2 CE señala que el Estado podrá, mediante ley orgánica, delegar (o transferir) las facultades correspondientes a materias de titularidad estatal, que por su propia naturaleza sean susceptibles de delegación o transferencia. El artículo en cuestión, base de la propuesta del Parlamento catalán es, para empezar, un sinsentido jurídico. Supone una vía de escape, como ya supo ver Alfonso Guerra en el periodo constituyente, para desmontar el sistema de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas. Sistema, por otro lado, constitucionalmente tasado. Por esta vía, dependiendo de la afinidad entre el ministro de turno y el político autonómico que pasaba por allí, se han ido vaciando de contenido algunas de las competencias que por definición pertenecían (o deberían pertenecer) a todo Estado que se precie. Todo, mediante el simple expediente de una ley orgánica.
Lo importante es señalar que la materia que se pretende delegar, la realización de una consulta independentista, no parece ser una competencia delegable. No tanto (o no solo) por los problemas formales que ello pueda plantear, sino porque lo que se puede estar delegando es la propia soberanía del pueblo español, algo que solo puede cambiarse, como mínimo, mediante reforma constitucional. Rajoy ha dicho alguna cosa interesante al respecto: en lo que a él atañe, no puede disponer, como presidente del Gobierno y líder del partido mayoritario en las Cortes, de la soberanía del pueblo español. Algunos políticos catalanes señalan día sí y día también, que el pueblo catalán es soberano. La incongruencia de esta afirmación no se residencia en lo que legítimamente pueda pensar quien ha diseñado una estrategia política o un programa ideológico, sino en que no se entiende muy bien por qué el pueblo catalán puede ser soberano y el español tiene que dejar de serlo. Es esta una lógica decimonónica, que como bien sabemos, explotó durante la I Guerra Mundial.
Para evitar el desastre que se avecina, solo cabe esperar y desear una gran rectificación por parte del independentismo. Entiéndase, nadie puede obligar a que dejen sus objetivos políticos legítimos, pero resulta claro que una decisión tan importante tendría que tomarse después de una reflexión colectiva de varios años, basada en el acuerdo y encuadrada en una reforma constitucional global que permitiera dos cosas esenciales: que los ciudadanos catalanes tengan una alternativa real en torno a otras vías que puedan explorarse, como por ejemplo la opción federal, y que puedan tomar una decisión sobre un escenario negociado en el que se sepa, a ciencia cierta, qué pasará el día después de la independencia en lo que respecta a su modus vivendi. Quienes conocen la práxis histórica del secesionismo saben, sin embargo, que esta resulta una posibilidad muy remota.