EL HISTORICISMO EN LA PLAZA
Bien, dirá alguno, pero ¿no puede la historia suministrar títulos genealógicos suficientes para proclamar soberano a ese pueblo vasco al que el sistema constitucional racionalista en que vivimos se los niega? La tentación de recurrir al historicismo está ahí siempre presente para el intérprete: es muy fácil decir con Schlegel que “el mundo no es ningún sistema, sino una historia” (“die Welt ist keine System, sondern a Gesichte”) y a partir de ahí encontrar en el pasado aquello que uno quiere encontrar. Para esta forma de ver el asunto, la Constitución no es ninguna construcción normativa racional, sino un precipitado de la misma existencia histórica de los pueblos (la “Constitución interna” de que hablaban los moderados en el siglo XIX). La soberanía de un pueblo deriva de su propia existencia como pueblo diferenciado, es una realidad previa a cualquier Derecho, que se le impone a éste con eso que G. Jellinek llamó “la fuerza normativa de lo fáctico” (incurriendo en uno de los más grandes sofismas jurídicos pensables). Tal como lo explica un jurista de cuño historicista como Herrero de Miñón, no se trata de que los pueblos tengan o no derecho a su autodeterminación, la cuestión es mucho más profunda y abismal, pues “la autodeterminación de una magnitud histórica es su propia existencia histórica y no puede sustituirse por la decisión momentánea de un plebiscito” de forma que “un pueblo, como ser histórico que es, está obligado a conservar su identidad y no puede renunciar a ella en ningún caso”. Así concebida la cuestión, la labor del intérprete se limita a encontrar e identificar en la historia esa magnitud que llaman “un pueblo”, lo demás se da por añadidura sin necesidad de más argumento ni desarrollo racional: lo que ha sido, es y debe ser. Y punto.
La verdad es que la argumentación historicista es difícil de seguir para un jurista racionalista, sobre todo porque infringe de raíz aquel principio de Hume que advertía que de la mera existencia de algo no puede derivarse su derecho a seguir existiendo, que entre el ser y el deber ser hay un hiato insalvable. Pero, aún así, olvidándonos de estas advertencias, ¿es que de verdad podemos encontrar en nuestra historia a ese pueblo vasco soberano cuya existencia pasada sería título suficiente para seguir siéndolo por siempre jamás? No hablo, como es obvio, de un pueblo en sentido cultural sino de un pueblo en el sentido político del término: ¿podemos detectar en el pasado la existencia de un ente político separado que se autoconcibiese como “el pueblo vasco” y que se considerase radicalmente soberano, es decir, que se considerase a sí mismo como fuente única del poder legítimo? Pues depende. ¿Depende de qué? De la perspectiva que adoptemos: si nuestra perspectiva es científico cognitiva, es decir, si acudimos a buscar la respuesta en la historiografía acumulada por años de estudios sucesivamente mejorados y matizados sobre el pasado vasco, sobre la articulación jurídica concreta y definible del gobierno de las provincias (es decir, de los fueros como instituciones concretas) la respuesta es que no. Pero si nos refugiamos en la perspectiva romántica de tipo “Ivanhoe”, entonces pueden ustedes poner la respuesta que deseen porque así vistos, tomados los fueros como significante de vasquidad, permiten redefinir la historia a gusto de los intereses del historiador. Porque al igual que Walter Scott inventó la Escocia medieval, cualquiera puede construir un pueblo vasco soberano desde hace siete mil años si maneja literariamente la singularidad vasca, el autogobierno histórico, la independencia originaria, la entrega voluntaria, y construcciones intelectuales semejantes. Es lo que hizo Sabino Arana y siguen haciendo sus seguidores. O es lo que, con una enorme carga de subjetivismo previo, hace el ya citado Herrero de Miñón. Para él, el pueblo español de que habla la Constitución es una entidad compleja por su propia historia, un “pueblo de pueblos”, entre los cuales está el vasco. Y entre estos pueblos español y vasco existe, según él, una situación de cosoberanía fundada en un pacto histórico –no precisado ni concretado en sus detalles- que resulta indisponible para ambos. Pero no crean que quien ha pactado podría algún día romper el acuerdo e independizarse, porque no es así. En su concepción historicista se trata de un pacto de status schmittiano, una categoría difícil de comprender porque es un pacto que no puede ser rescindido ni revocado al estar fundado en algo que no es un acuerdo sino en un orden de vida. Como dice irónicamente F. Laporta, este pacto de status más que a una categoría jurídico-política recuerda a un matrimonio indisoluble.
La argumentación histórica de la cosoberanía o el pacto foral se convierte pronto, si le aplicamos las mínimas reglas de la lógica, en un círculo vicioso: el régimen constitucional histórico peculiar del pueblo vasco no es un privilegio, sino algo derivado de su propio particularismo histórico, se nos dice. Pero cuando preguntamos en qué consiste ese particularismo se nos responde que en poseer un régimen constitucional privilegiado.
LA HISTORIA: EL SOBERANISMO ES CONTRAFUERO
Si dejamos de lado el historicismo rampante de estos modernos discípulos de Savigny y Herder, y acudimos a la historiografía más objetiva sobre el contenido y significado del régimen foral de los territorios vascos (las Provincias y Navarra) podemos llegar a alguna conclusión más válida.
Creo que conviene, en primer lugar, distinguir precavidamente entre la foralidad como régimen peculiar del gobierno de unos determinados territorios (la institucionalidad foral) y la foralidad como discurso ideológico de legitimación de ese régimen y de sus logros que se ha ido realizando a lo largo de los siglos. Porque en nuestra historia abundan unos cambiantes discursos de defensa y justificación del régimen foral que se explicitan en unas teorizaciones normalmente construidas ad hoc en cada momento histórico para explicar el derecho de ese régimen a su propia existencia y, sobre todo, a los privilegios que lo acompañan. Cambiantes porque se van adaptando ellos mismos a la ideología dominante en el sistema español más general dentro del cual dialogan. Y que poco a poco van convirtiéndose en mitos que actúan sobre la autocomprensión de los individuos integrantes de la sociedad. Así, los fueros serán “construidos” sucesivamente como privilegios inmemoriales en el siglo XVII, como expresión de un pacto de entrega voluntaria en el XVIII, como códigos liberales avant la lettre en el XIX, y como códigos de soberanía en el XX. Pero no es adecuado en la comprensión histórica confundir los hechos históricos con sus teorizaciones ideológicas, por mucho que no resulte fácil escapar a ese riesgo, puesto que hasta cierto punto la “idea social sobre un hecho” construye ese mismo hecho.
El régimen foral fue, ante todo y sobre todo, la expresión de un particularismo político-administrativo de honda raigambre en la forma de gobernarse de unas poblaciones (aspecto institucional), unido a unas muy concretas y beneficiosas reglas de cierre de esos territorios ante el común (privilegios forales). A pesar de que estas reglas de cierre (fronteras aduaneras, formas de contribuir financieramente a la monarquía, hidalguía universal, exención de sangre, etc.) suelen aparecer al intérprete como lo más llamativo del sistema, lo cierto es que la sustancia de éste no se encuentra ahí, sino en el particularismo institucional propiamente dicho. La sustancia está en la forma particular de “decir lo que es Derecho” que se practicaba y respetaba en estas comunidades, pues ésa y no otra era la función de las instituciones en el medioevo. En efecto, la concepción subyacente a lo que se puede llamar el “constitucionalismo medieval” en Europa es la idea de que es el pueblo el que posee el Derecho y la comunidad territorial misma no es sino una emanación de sus costumbres y normas propias. El rey o señor está obligado a respetar ese Derecho propio de la comunidad (G. Sabine). En el ámbito vasco la función jurisdiccional propia se encauzaba a través de instituciones que fueron en un primer momento locales (anteiglesias, villas, merindades) y luego provinciales (y en la consolidación de éstas frente a los parientes mayores juegan papel esencial los reyes castellanos), pero siempre particulares y nacidas de un humus sociocultural y económico peculiar. La institucionalización de la jurisdicción en esos territorios era diversa (como lo era en otros muchas comunidades de la península y europeas) y siguió siéndolo a lo largo de toda la existencia del régimen foral, por mucho que fue cambiando en su composición concreta. Y es que el régimen foral experimentó, como toda burocracia pública, unos procesos de concentración y oligarquización del poder que culminaron en la época postnapoleónica, de manera que era profundamente diverso en el siglo XIX de lo que fue en el XV. Pero siempre expresó una forma particular de gobierno.
Este particularismo foral nunca implicó aislamiento ni separación, sino integración en un ámbito más amplio. Este es un rasgo esencial para entender el sistema y el papel que el monarca juega en él, a través del Corregidor. Los Fueros eran códigos hechos para integrar una particularidad institucional territorial en una monarquía común, de una manera que siempre fue dinámica y, por tanto, más o menos conflictiva o cooperadora en cada momento. Traducidos a conceptos jurídicos abstractos (que es la mejor forma de categorizarlos desde nuestro presente), en concreto a los propuestos por W.N. Hohfeld, los Fueros eran probablemente expresión de una relación jurídica de inmunidad de la institucionalidad provincial por respecto al monarca, como poderes ambos coexistentes que eran. La inmunidad es el tipo de relación que consiste en la situación en que el otro actor jurídico carece de competencia para producir un cambio legal adverso en el status del primero –lo cual lleva implícitamente a la idea de la necesidad de negociación/acuerdo entre ellos-. No eran, en cambio, expresión de una relación jurídica de independencia, concepto totalmente diverso que supone que ambos poderes no coexisten siquiera en la misma relación. En otros términos, la cuestión de la soberanía, en el sentido bodiniano del término, no se plantea siquiera en la relación entre instituciones forales y monarquía. Si a pesar de ello interrogamos al pasado con este concepto, la única respuesta posible es (como señala J. Arrieta) la de que depende del sentido que demos al término soberanía. Si se entiende por soberanía la capacidad de decir la última palabra, la respuesta que llega del pasado es negativa: ni Juntas ni Diputaciones la tenían. Si se entiende por soberanía la capacidad para tratar y resolver los asuntos más importantes de la comunidad, la respuesta es afirmativa: eran soberanas.
Si nos trasladamos ahora, en un salto temporal, al régimen autonómico vigente hoy en día para el País Vasco, concluiremos de inmediato que la situación es idéntica en lo esencial, por mucho que la complejidad y diferenciación de una sociedad moderna aporte innumerables matices. Las instituciones que forman el autogobierno vasco tienen la capacidad para tratar y resolver los asuntos más importantes que afectan a la comunidad humana vasca. Pero lo hacen dentro de un marco constitucional compartido en el que “no tienen la última palabra”. O, dicho de otra forma, el régimen autonómico actual es un digno sucesor del foral histórico ante el cual no cede ni en contenidos concretos ni en su capacidad de autoinstitucionalizar el poder público en una manera peculiar adecuada a la tradición regional. El Tribunal Constitucional lo dejó claro en su Sentencia 76/1988: la Disposición Adicional 1ª de la Constitución de 1978 garantiza al País Vasco un régimen de autonomía territorial en el que debe ser posible reconocer el régimen foral tradicional, debe preservar en todo caso “el núcleo intangible de la foralidad”.
Hay dos puntos que, deliberadamente, he dejado para el final, en los que los partidarios de una interpretación del régimen foral de tipo soberanista se suelen hacer firmes: el pactismo y el pase foral (o sobrecarta).
La concepción de la relación entre la comunidad popular y su rey o señor como una relación bipolar basada en un pacto tuvo una gran difusión en la Europa medieval anterior al triunfo del absolutismo. No es en absoluto privativa de los territorios vascos, sino que es compartida por todo el antiguo constitucionalismo medieval. En definitiva, expresa la idea de que el Derecho de la comunidad le pertenece a ella misma (inmunidad) y el señor sólo puede intervenir en su concreción y aplicación porque ha sido autorizado para ello mediante un consentimiento implícito de aquella. Estas ideas son, conviene tenerlo en cuenta, muy vagas y, además, se aplican en sociedades poco diversificadas y profundamente inmóviles. Pues bien, a esta idea matriz medieval se le van a añadir en el País Vasco a lo largo de los siglos y a través de la argumentación interesada pro domo sua unos detalles más o menos míticos acerca de su origen seudohistórico –el pacto de armas, la entrega voluntaria, etc.- y, sobre todo, va a ser objeto de una potente teorización a partir del siglo XVI por los publicistas de las provincias. De forma que para el siglo XVII acaba siendo una verdad incontestable en su ámbito que en el origen de la relación entre las provincias y la monarquía existió realmente un acuerdo voluntario o pacto, y que ese origen pactado es el basamento del régimen foral y de su contenido concreto (S. Larrazabal). En el fondo, el esfuerzo incremental en la teorización del pactismo se corresponde con la necesidad de defenderse ante las arbitrariedades reales y, sobre todo, de rechazar la nueva idea que propala a veces la corte de que los fueros no sean en su contenido sino un privilegio otorgado y tolerado. No lo son, se arguye desde las provincias por sus intelectuales orgánicos, sino que son fruto de un pacto histórico.
De ese pacto histórico que se alega se ignora casi todo, salvo lo puramente mítico, pero lo relevante para sus mantenedores no es su veracidad histórica sino su permanencia en el imaginario de los vascos. Si la idea de relación libre y pactada sigue todavía en la mente de los vascos, es porque existió en la realidad –se dice- (“izena duen orok, izana du” se dice, “las cosas que tienen nombre, existen”). Con lo que se concluye que “el pacto es el dato político más relevante de la civilización vascónica, su elemento nuclear” (G. Monreal). Y a partir de él es fácil concluir que quien un día pactó, porque era libre, puede en todo momento independizarse o reclamar la devolución plena de su Derecho histórico.
Ciertamente es difícil discutir la existencia de algo cuya sola prueba es la persistente creencia en ese algo. Y, sobre todo, justificar el salto que va desde una difusa forma de integración política de las comunidades medievales a la reclamación actual de soberanía plena o de cosoberania simplemente por la persistencia de una idea mítica en el imaginario popular. Esta es una argumentación en exceso borrosa. Sin contar con la novación de sujetos que implicaría pasar de las Provincias al País Vasco completo. De nuevo nos encontramos ante un uso interesado de nociones históricas que han sido sacadas de su contexto e hipostasiadas.
Lo mismo que sucede con el llamado a partir del siglo XVIII “pase foral”, que traía su origen de Castilla (Cortes de Burgos de 1.379) y de allí fue tomado por el Fuero Viejo de Vizcaya: el “obedézcase pero no se cumpla”. Una regla no demasiado importante pero que se utiliza argumentativamente mucho en la actualidad, porque su misma simplicidad parece dotarla de un halo de verdad incontestable: si se podía incumplir una provisión real, ello demuestra que la comunidad era originariamente independiente del monarca. Pero no es así, sino que se trata, de nuevo, de una regla lógica dentro de la articulación política antigua para preservar las esferas de jurisdicción y derecho diversas, en virtud de la cual las instituciones de la comunidad pueden suspender el cumplimiento de una providencia real cuando la consideren contraria al derecho de la tierra, solicitando del monarca su reconsideración –pues éste tiene la última palabra-. ¿Se traduce en ella la idea de independencia originaria de esa comunidad y de respeto obligado al pacto fundacional? No parece una interpretación correcta, aunque sólo sea porque hasta 1.775 también los alcaldes de las villas, el teniente de la merindad de Durango o las Encartaciones utilizaron el control del pase foral en contra de las instrucciones de las Juntas Generales cuando las consideraban invasivas de su propia jurisdicción (Martínez Rueda). ¿Les haremos entonces a estas autoridades locales o comarcales soberanos frente a la Provincia? Sería lógico de seguir el argumento, aunque patentemente absurdo. El punto es bastante más sencillo: el pase no era sino un medio preventivo generalizado para salvaguardar las esferas jurídicas de cada autoridad en un sistema confuso de reparto de atribuciones y de solapamiento de atribuciones, y no la expresión de un poder político originario. En un ordenamiento moderno y racional, la función que el pase desarrollaba toscamente antes la cumplen ahora los tribunales.
A la imposibilidad de concretar el pacto en datos históricos hay que añadir, por otro lado, una consideración más general: que sucede curiosamente que esa idea de pacto es también la que subyace al nuevo Estado constitucional liberal de 1812; lo que pasa es que aquel pactismo medievalista entre comunidad y señor se substituye por una concepción nueva del pacto, la plenamente individualista del contrato social entre ciudadanos libres. La incompatibilidad entre ambas ideas es la misma que la que hay entre una concepción historicista del Derecho como un destilado del ser-pueblo y otra racionalista que lo concibe como creación voluntaria y deliberada del pueblo-ciudadanía real y existente. Es imposible acomodar la idea vieja en los moldes nuevos si no es acudiendo a la teoría y la técnica del federalismo territorial.
En definitiva, y como antes hemos señalado, no puede encontrarse en la historia de la foralidad vasca lo que no puede haber en ella: un pueblo vasco soberano o con conciencia política primigenia de tal. Y es que, en el fondo, encontrar tal cosa sería un sorprendente anacronismo. Lo que sí se encuentra es una comunidad territorial que articula su relación con su señor en una forma típicamente medieval, y cuyo rasgo más característico es que perduró tan largamente que casi ha llegado hasta nosotros. La foralidad es una burbuja medieval que viaja más o menos intacta a lo largo de los siglos, al calor de un ambiente social que cree en la superioridad de la familia y la estirpe sobre el individuo y la polis. Sin embargo, al ser teorizada y reinterpretada en pleno siglo XIX por mentes modernas sensibles al problema -las de los últimos fueristas liberales y republicanos- pudo llegar a ser comprendida como una verdadera nacionalidad particular dentro del Estado español común, una nacionalidad que exigía una institucionalización federal para su respeto. Este es un punto importante a recordar: por mucho que el discurso actual del nacionalismo tienda a confundir los términos, el fuerismo vasco no fue de ninguna forma un prenacionalismo (Fernández Sebastián), es decir, que desde la defensa de la foralidad nunca puede transitarse al independentismo si no es a costa de falsificar la propia historia foral.
Se hace necesario, hoy en día, recuperar para el discurso liberal y constitucional el pasado fuerista que siempre nos perteneció por derecho, y que sólo un proceso de usurpación simbólica por parte del nacionalismo nos ha arrebatado (con nuestro bobo asentimiento). El pensamiento foralista último, el que se perfiló entre los liberales y republicanos vascos (J. Jamar, J. Arrese) alrededor de las fechas de la llamada “abolición foral” canovista veía la relación entre las Provincias y el Estado español en términos de nacionalidad y su posible articulación mutua en soluciones de lógica federal (J.M. Portillo, J. M. Ortiz de Orruño). De ahí que el régimen autonómico federalizante actual constituya, si se quiere mirar a la historia sin anteojeras ideológicas, la desembocadura natural del fuerismo histórico.
Intentar buscar en la foralidad un argumento (sea el pactismo, sea el pase foral, sea la idea de comunidad autógena) para deshacer la relación entre Vasconia y España constituye una falsificación del hecho histórico. Y eso es lo que hacen quienes construyen una mitología nacional de tipo estándar sobre la base de los “pueblos primigenios y sus derechos históricos”, tal como la que figura como justificación en el Preámbulo de la Propuesta de Estatuto Político conocida como “plan Ibarretxe”. Es un error histórico y sería también, si esa palabra conservase todavía algún valor entre nosotros, un auténtico contrafuero.
ADDENDUM DEMOCRÁTICO
Antes lo anticipamos: las reglas de juego de un régimen democrático constitucional moderno no están a la disposición unilateral de cualquiera de los grupos que lo conforman pero, precisamente porque es democrático, ese régimen debe estar abierto a la posibilidad de modificación de sus reglas. Lo cual se cumple, como es obvio, en el caso español puesto que la Constitución admite su propia reforma, por mucho que el procedimiento para ello sea bastante rígido.
Ahora bien, cuando tratamos de las minorías territoriales del demos que compone ese sistema constitucional, el respeto al principio democrático de posibilidad de reforma plantea una evidente dificultad. En efecto, es prácticamente imposible que una minoría territorializada pueda alcanzar por sí sola los límites mínimos exigidos para la reforma, pues su propio carácter minoritario excluye esa posibilidad. Los procedimientos de reforma están diseñados pensando en el conjunto del demos, y no han prestado suficiente atención a la posibilidad de que una parte mínima pero territorialmente concentrada quisiera cambiar esas reglas. De no corregirse esta situación, ello implicaría que a la larga no existe posibilidad de reforma para partes minoritarias del demos, que estarían permanentemente condenadas a ver desoídas sus peticiones. Algo literalmente inadmisible en democracia, que por definición debe prever procedimientos y reglas para debatir y decidir demandas razonables, por mucho que sea una minoría quien las formule.
La conclusión es obligada: el régimen constitucional debe prever y regular la forma en que una parte del demos pudiera hipotéticamente escindirse del conjunto, pudiera separarse de él (la secesión). Una parte del conjunto no puede, ya lo hemos dicho, reclamar un derecho unilateral a cambiar ese conjunto o a cambiar su forma de estar inserto en él, puesto que estas son cuestiones comunes que no están a su disposición exclusiva. Pero sí puede reclamar salir definitivamente del conjunto y constituirse como comunidad independiente. Con independencia del juicio político que nos merezca esa reclamación, un régimen democrático debe ser capaz de atenderla, como ha apuntado el dictamen del Tribunal Supremo de Canadá de 20/8/1998.
No pretendo ahora examinar las reglas y principios a los que debería sujetarse la secesión. Lo que más bien pretendo es insistir en el punto de vista constitucional democrático: todo régimen político debe contener él mismo la posibilidad de su reforma si de verdad quiere respetar el principio de legitimación popular. Y esa posibilidad, en el concreto caso de las minorías territoriales que impugnan la legitimidad del sistema común, exige que la posibilidad de una secesión por su parte esté regulada. Visto de esta manera, no se trata de reconocer ningún derecho de autodeterminación a tales minorías, ni de reabrir el pleito acerca de la soberanía, sino de algo mucho más sencillo y que nos interesa a todos: de garantizar la plena democracia del sistema, que resultaría incompleta en caso contrario. No son los presuntos derechos unilaterales y absolutos de los pueblos los que exigen la regulación de esta posibilidad, sino la corrección democrática del conjunto.
Por otra parte, puede asegurarse con razonable convicción desde la perspectiva concreta española en que nos situamos que la admisión de una tal posibilidad no operaria tanto como un incentivo para demandas irresponsables de separación, cuanto como un filtro para evitarlas. Y ello porque obligaría a los nacionalistas a encarar con realismo la naturaleza y problemas de las sociedades en que actúan, así como las limitaciones de las organizaciones políticas modernas. Les obligaría a un ejercicio de racionalidad estratégica que sólo podría producir efectos beneficiosos. En cierto sentido, nada haría más para convencerles de que la soberanía es una quimera en el mundo actual que el hecho de ofrecérsela como posibilidad concreta.
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José María Ruiz Soroa, noviembre de 2008