¿Qué le ha pasado a Europa para que le resulte tan ajeno el comportamiento de los japoneses que, bien mirado, es el único razonable? El miedo es el ingrediente social clave para explicar su actitud ante las situaciones nuevas. Podemos cerrar todas las centrales atómicas, pero el miedo está en nosotros, no en nuestro entorno.
Se detecta en los medios de comunicación europeos una cierta incomprensión, que incluso llega a teñirse de decepción, ante la ausencia de pánico en Japón. El comportamiento de la sociedad japonesa ante el accidente nuclear nos resulta un tanto antinatural, un poco forzado. Cuando nuestros medios compiten por encontrar el término más apocalíptico posible para traducir su propio espanto, los japoneses reaccionan con orden y cohesión social. No parecen tener miedo, y esa carencia nos resulta desagradable, como si fuera demasiado orgullosa o se pretendiera superior, precisamente porque nosotros sí tenemos miedo. Tenemos mucho miedo.
En realidad, los japoneses experimentan probablemente el mismo miedo que nosotros, lo que sucede es que no se dedican a exteriorizarlo alocadamente, porque tal exteriorización no tiene ningún efecto beneficioso para el colectivo afectado. Y, sobre todo, no se dejan dominar por él, sus pautas socioculturales de respeto por el orden y por la reacción comedida ante lo excepcional les permiten seguir funcionando como grupo cohesionado incluso en situaciones extremas. Sus estructuras sociales saben incorporar el factor miedo sin derrumbarse. Esto es algo que ha atraído el interés de nuestros opinadores, que lo han visto como una reedición del viejo tópico de la ‘impasibilidad oriental’. Cuando, en realidad, el tema interesante y el punto que convendría atender no es el comportamiento japonés sino el nuestro propio: ¿por qué tenemos tanto miedo? ¿Por qué nos resulta tan notable y lejana una sociedad que no ha salido corriendo en masa ante lo sucedido? ¿Qué le ha pasado a Europa para que le resulte tan ajeno un comportamiento que, bien mirado, es el único razonable ante la situación?
La respuesta, que muchos intelectuales llevan años anticipando, es sencilla: en nuestras sociedades, el miedo se ha convertido en el ingrediente social clave para explicar su actitud ante las situaciones percibidas como nuevas. Las democracias europeas del siglo XXI están dominadas por el miedo a su entorno. Miedo a la inmigración, al terrorismo, a la crisis económica, al paro, a la globalización, a un mundo en acelerado cambio, y así sucesivamente: miedo a todo y, miedo sobre todo a ese futuro que ha dejado de ser para nosotros un tiempo de progreso o profecía (el tiempo que nosotros hacíamos) y ha pasado a ser el tiempo ominoso del riesgo y el peligro (que hacen otros). De la época de la ilusión a la era de las pólizas de seguro.
A pesar de que como sociedad nos va bien en general (en realidad, nos va como nunca nos ha ido y como nunca pudimos soñar que nos llegase a ir), nuestra percepción colectiva es que estamos rodeados de riesgos y de que el futuro nos depara desastres sin cuento. Una percepción que no se funda en una visión objetiva de la realidad que nos circunda, pues comparada con la época de la guerra fría la actual es una era de seguridad colectiva (y no digamos la democracia española comparada con el franquismo), sino en factores actitudinales muy complejos de identificar. En el fondo, la sensación social de miedo es inversamente proporcional a la existencia real de riesgo: cuanto más seguros, más miedosos, no al revés. Porque lo que se ha incrementado en nuestras sociedades no son los riesgos, sino el grado de aversión hacia ellos.
Tengo para mí que existe una probable correspondencia entre la sociedad del miedo y la sociedad avejentada. Disponemos de muchos estudios sobre las consecuencias socioeconómicas del acelerado envejecimiento de las sociedades europeas y su efecto sobre las pensiones o sobre el gasto sanitario. Pero no hemos explorado correlativamente el cambio actitudinal colectivo que debe haberse producido en unas sociedades que, por primera vez en la historia humana, se están convirtiendo en sociedades mayoritariamente compuestas de personas muy mayores. Porque lo mismo que la percepción del futuro no es igual para un joven que para un viejo, tampoco puede ser igual la actitud ante el futuro de una sociedad mayoritariamente juvenil que la de otra compuesta de individuos cansados que sólo esperan que el futuro no los maltrate demasiado. ¡Quedarnos como estamos!, esa es la aspiración más generalizada.
En el fondo, el actual dominio del miedo procede de una expectativa desmesurada: la de una vida sin riesgo y un futuro exento de contingencia e inseguridad, algo plenamente irrealizable. La consiguiente frustración de esa expectativa genera la desconfianza generalizada en que vivimos: desconfianza ante la ciencia, la técnica, la economía y la política, ninguna de las cuales cumple con nuestra desmesurada petición de seguridad. Y luego, de la desconfianza viene el miedo. Por eso no lo aplacaremos con más seguridad, sino con menos expectativas, aceptando e integrando el riesgo en nuestras vidas como algo que es inevitable y necesario. Podemos cerrar todas las centrales atómicas que tenemos, pero así no haremos desaparecer el miedo, sino tan sólo cambiaremos su objeto. Porque el miedo está en nosotros, no en nuestro entorno.
José María Ruiz Soroa, EL DIARIO VASCO, 20/3/2011