Antonio Rivera-El Correo

Hace cuarenta años ya que el sociólogo Ulrich Beck tituló así un importante libro para entender el mundo que teníamos entre manos y que identificaba con su subtítulo: una nueva modernidad. Otros, antes y después, la han llamado de diversas formas -postmodernidad, modernidad líquida-, pero todos coinciden en la idea de que esta nueva fase de desarrollo se caracteriza, entre otras cosas, porque «los riesgos sociales, políticos, económicos e industriales tienden cada vez más a escapar a las instituciones de control y protección de la (anterior) sociedad industrial». Es lo que pasó el lunes pasado, y es lo que pasó cuando explotó la burbuja inmobiliaria de 2008 o cuando la pandemia del Covid-19 del año de ese guarismo. Podríamos añadir a la lista la invasión rusa de Ucrania -un tipo de agresión ya desusada-, la respuesta israelí al brutal atentado de Hamas -ambos de tipo medieval- o el ascenso reiterado al poder de los Estados de políticos insólitos. El riesgo, el descontrol, lo imprevisible y lo imprevisto se han convertido en rutina. Vivimos otra era de desorden, pero este caos es consecuencia lógica de la nueva modernidad, no una distorsión o una expresión defectuosa de esta.

El Gran Apagón español -porque similares los ha habido y habrá en otros sitios- es consecuencia lógica del nuevo sistema de abastecimiento de algo tan estratégico como la energía. Las explicaciones más cabales de lo ocurrido remiten a que esa novedad nuestra -la primacía de las renovables- no se ha acompañado de inversiones en sistemas de seguridad para que no ocurra lo que ocurrió. El asunto es tan estructural e importante que no debería dar ni para medio minuto de debate. Escuchado el argumentario de Vox y la lógica de sus seguidores: esto ha sido cosa del Gobierno y Sánchez se guarda la verdad, el resto del mundo hispano, confirmada la razón técnica del gravísimo incidente, debería arremangarse y ponerse a remediarlo, asignando cuotas de coste a cada quien (también políticas, conste).

No ha ido por ahí la cosa. Cada actor se ha aplicado a la parva política habitual. Que si no me ha llamado a tiempo, que si «un país desarrollado no se puede apagar», que si no hay explicación oficial después de los días, que si esto pasa por cerrar las nucleares… En el otro lado, que si la culpa la tienen los operadores privados, que si deberíamos aprovechar para nacionalizarlo todo, que si la culpa de lo que pasa en Portugal es de España, que si Francia nos chulea… Pareciera que lo peor para cualquier actor -léase partido político- es no tener argumento que echarse a la boca.

Y resulta que esta vez no es así, que mejor a su tiempo y bien que a cada rato una explicación improvisada, de parte u oportunista. La democracia mediática no puede convertirse en un problema a la hora de afrontar los grandes problemas de nuestro complejo mundo, no puede ser disfuncional a sus soluciones. Sin invocar ni entregarse ahora a los técnicos en lugar de a los dioses, se imponen explicaciones solventes sobre asuntos que no son de trazo grueso. Y, desde ahí, soluciones rigurosas y compartidas. Así debería ser la política para los asuntos serios de nuestro nuevo mundo.