José María Ruiz Soroa-El Correo

  • La indignidad moral de los asesinos se percibe mejor fuera que dentro. Lo que es capaz de indignar en la política española se toma como ‘natural’ en el País Vasco

Del incidente de los terroristas presentados en el País Vasco como candidatos en las elecciones municipales y del tratamiento que ha recibido en la opinión pública y en la política nacional se desprenden interesantes consecuencias, más de fondo de las que suelen ser objeto de atención preferente en el calor de la refriega. Y una de ellas, en mi opinión, es la pasividad mostrada por la sociedad vasca (o su mayoría) ante ese incidente, lo que permite calificarla como se hace en el título de este artículo como una sociedad indolente. Pues eso denota prioritariamente el adjetivo en cuestión, la condición de quien no se conmueve ni se duele ante un hecho concreto, en este caso el terrorismo etnonacionalista de las pasadas décadas. Indolente, indiferente, un poco más allá.

En efecto, si somos mínimamente sinceros con nosotros mismos habremos de reconocer dos cosas. La primera, que el escándalo monumental que se ha suscitado en torno a esas listas electorales ha venido motivado y protagonizado esencialmente por su alta utilidad política en la pugna electoral en curso. Pugna española, esencialmente española, y por ello bastante exógena a la sociedad vasca.

Es curioso, e incluso un tanto repugnante, el decirlo, pero es así: la indignidad moral de los asesinos se percibe mejor fuera del País Vasco que dentro, y es más fácil montar una campaña política efectiva sobre su hiriente presencia matonista en Murcia que en Bilbao. Por eso lo ha hecho el Partido Popular, porque sabe el desgaste de imagen moral que tiene el hecho para la izquierda (singularmente la socialista) en España. ETA se acabó hace doce años, sí, pero la sociedad española guarda recuerdo de ella. Y no es un buen recuerdo.

Esa indolencia de la sociedad vasca la ha señalado y descrito muy bien Antonio Rivera: «La naturalización (el blanqueamiento) del terrorismo entre muchos vascos (la mayoría) hace mucho tiempo que ha superado ese límite moral y ético (…). El nuevo pacto de olvido lo respalda buena parte de la sociedad vasca». Lo que todavía es capaz de levantar ronchas de indignación en la política española es tomado como algo ‘natural’ aquí. Que nos guste o no es otra cosa, esto es una constatación empírica.

La segunda circunstancia a señalar es la de que, aparentemente, solo el discurso de las víctimas es susceptible de sobreponerse al mero tacticismo de la política de bloques patria. Solo la mención a la humillación de unas víctimas de carne y hueso por la presencia de etarras en las listas es capaz de conmover a la vicepresidenta segunda del Gobierno y obligarla a enjuiciar negativamente esas listas. Y la menciono porque su sensibilidad es buen ejemplo del sentir de la izquierda española y vasca. «Humillar a las víctimas», «hacerles sufrir de nuevo», es el tótem moral que desplaza con su productividad semántica a cualquier otro enjuiciamiento ético o político del terrorismo.

El discurso de las víctimas se ha comido el discurso de lo justo, lo correcto y lo universalmente bueno/ malo. Entre otras cosas, y esto conecta con la reflexión anterior, porque la sociedad vasca fue incapaz de sentirse como víctima colectiva del terrorismo en su momento, menos aún es capaz de conservar ese recuerdo en la actual política selectiva del olvido: las víctimas del franquismo fuimos todos los vascos; las del terrorismo, unas concretas, se nos dice sin cesar.

Me van a permitir una reflexión a título de simple hipótesis acerca de una posible causa de esta indolencia de la sociedad vasca tan característica. La de que se debe al hecho de que los años de la transición política larga de Euskadi fueron un proceso sociopolítico mixto, no uno de un solo carril como en el resto de España. En efecto, en ésta fueron un proceso de democratización generalizada de las estructuras societarias, con sus resistencias incluidas, mientras que en Euskadi fueron un proceso mezclado y simultáneo de democratización y de nacionalización (renacionalización en muchos casos) del mundo que construía la sociedad correspondiente.

Al tiempo que las estructuras políticas se abrían a la participación ciudadana, esa ciudadanía era impregnada por la cosmovisión nacionalista y aceptaba su condición natural de depósito de vasquidad. El propio terrorismo no era sino un rasgo natural, por mucho que desviado en su táctica, de esa condición nacional de nuestra realidad que encarnó como nada la idea del conflicto. Demasiados años conviviendo con la idea de la violencia nacionalista como inevitable para esperar, decenios después, algo distinto de una sociedad aséptica al recuerdo moralista y volcada en lo pragmático.