La soledad confusa

GABRIEL ALBIAC – ABC – 25/07/16

· El lugar del poder ha sido aquí el de un solipsismo. Y ese hábito acabó por cobrar peso de evidencia.

En «soledad confusa», dice Góngora haberle sido dictados los versos que cartografían esos pasos de «peregrino errante» mediante los cuales sella su vida de poeta, puede que el más grande de la lengua española. La soledad –o, por metonimia, el desierto, conforme al primer uso que anota Covarrubias– es el territorio propio de la lírica. Si sobre ese territorio se buscara, por el contrario, asentar un discurso político, entonces lo peor quedaría garantizado.

Baruch de Spinoza, que guardaba en su biblioteca de Rijnsburg un ejemplar de la edición de 1633 de «todas las obras de Don Luis de Góngora», no eludirá la paradoja: en tanto que hombres libres, filósofos como poetas están determinados a ser operadores de soledad, de desierto. Y eso hace de ellos material desechable para el político. Porque esos hombres libres «que nada esperan y nada temen, en nada dependen de otra cosa que no sea su propia potestad y son así enemigos del Estado, a los cuales éste puede reprimir».

Y es que en el político, en ese que necesariamente monta su potencia sobre el artefacto del sujeto múltiple al cual Hobbes llama Leviatán, en el político nada se asienta en soledad ni desierto; ni en libertad, por tanto. La perseverancia del Estado, que el efímero gobernante garantiza, resulta de una composición de fuerzas compleja. Por algo elemental, ineludible, constrictivo: «la libertad de espíritu es una virtud privada, mientras que la virtud del Estado es la seguridad».

Estar en lo político –estar en el Estado– es estar en la lógica de coacciones reguladas que estabilizan durante algún tiempo a una muchedumbre. No hay en eso lugar para hombre libre. Lo que es lo mismo: para hombre solo. Lo que en el poeta, el artista, el filósofo es virtud se hace vicio en el gobernante. Que ni puede nunca ser un hombre libre, ni aún menos creer serlo. Porque es su función ser tan sólo instrumento de coerción regulada. Y así, «un Estado que dependa de la confianza en un cualquiera…, no tendrá ninguna estabilidad».

Es tragedia específica de la España contemporánea que los agentes del poder se hayan, sin excepción, visto a sí mismos como hombres providenciales, de cuyo libre criterio y solitaria decisión pendiese el destino común de la nación. Ya bajo forma de dictadura, ya de democracia, cada cual que aquí llegó al control del ejecutivo se juzgó mandatado –por la gracia de Dios o por la de los electores– a no buscar conformidad más que consigo mismo.

Régimen de monopartido –pleno, imperfecto o alternado–, el lugar del poder ha sido aquí el de un solipsismo. Y ese hábito acabó por cobrar peso de evidencia. Hasta hace algo menos de un año. El fin de eso debería haber puesto fin al autismo de los gobiernos monocolores. E inaugurado un tiempo de mando negociado. En vez de ello, sólo ha generado parálisis. Desde hace ya casi un año.

Va en la miseria de nuestros políticos este perder una ocasión de oro. Atrincherados en el uso más anacrónico de la política: esa mala «soledad confusa».

GABRIEL ALBIAC – ABC – 25/07/16