Editorial-El Mundo

Y Cataluña votó. Votó como nunca había votado, batiendo todas las marcas de participación, movilizada por la conciencia de un momento decisivo. La histórica participación es la respuesta de un pueblo plural sometido a una presión absolutamente singular desde que en 2012 Artur Mas decidió irresponsablemente prender la mecha del procés. Desde entonces un estado de agitación creciente se fue apoderando de Cataluña, acompañado por el progresivo desprecio a la legalidad vigente, en una espiral que culminó con el despojo de los derechos políticos de la oposición en el Parlament, la celebración de un referéndum prohibido, la proclamación unilateral de la independencia y la contestación del Gobierno –apoyado por PSOE y Ciudadanos– en forma de artículo 155 de la Constitución.

Al amparo de la norma constitucional fueron convocadas unas elecciones legales que han devuelto la palabra a los catalanes con todas las garantías democráticas. Cuando repite que estos comicios se han celebrado en circunstancias anómalas, el independentismo incurre para variar en una verdad. Lo que no añade es que la anomalía empieza por el golpe al Estado de derecho que el propio Govern lideró, y que exigió una respuesta proporcional del Estado en defensa propia. Fue una agresión sin precedentes a la democracia, y un ataque de inspiración supremacista a los principios de libertad, igualdad y solidaridad que articulan la Nación española. Conviene recordarlo, como conviene recordar que el propio independentismo –incluida la CUP– legitimó con su participación esta convocatoria electoral, la más representativa de la serie histórica, al mismo tiempo que extendía sombras de sospecha preventiva sobre los resultados. Ahora que éstos les han sonreído veremos cómo se esfuma cualquier recelo, y cómo blasonan de una representatividad cuyo mejor avalista no ha sido otro que su odiado Estado español. 

Los actos de los promotores del golpe ya están siendo juzgados en los tribunales. Sin embargo, desmoraliza la constatación de que el procés ha logrado fanatizar a una porción tan considerable de la sociedad catalana, cuyos graníticos electores han renunciado a examinar la gestión de sus líderes a la luz de la razón crítica. Resulta extraordinariamente preocupante que el engaño, la traición y el fracaso del independentismo no haya sido castigado en las urnas. Ningún pueblo se merece el destrozo económico y social provocado por el secesionismo, pero es evidente que un porcentaje muy elevado de catalanes sigue primando el voto sentimental más primario sobre el estrictamente ideológico o racional. Los resultados cosechados por Carles Puigdemont y Oriol Junqueras –dos políticos, entre otros, sobre los que pende un proceso penal tan duro como inexorable– revelan la victoria de una esperanza estúpida: la de que los votos laven los delitos. Pero igual que la corrupción no se depura en las urnas, el banquillo sigue aguardando a los imputados por rebelión y sedición. 

Por eso no se entiende bien la sonrisa de Puigdemont en Bruselas, más allá de la satisfacción de probar su influjo sobre un número suficiente de catalanes como para alzarse con la hegemonía del bloque separatista a costa de ERC. Lo previsible es que se reedite la conjunción en el poder de las tres siglas que llevaron a Cataluña a esta situación. Lo previsible, por tanto, es que una unilateralidad retomada vuelva a topar con el 155, que solo se revocará si es investido un president respetuoso de la ley. Lo previsible, por desgracia, es que la fuga de empresas no solo no se revierta sino que se acelere a partir de hoy mismo. Porque los motivos que llevaron a los empresarios a marcharse de una comunidad sumida en la inestabilidad política y la inseguridad jurídica no sólo siguen vigentes, sino que se han renovado. El eterno retorno del procés amenaza con lastrar seriamente la recuperación económica y embarrancar definitivamente el progreso y la convivencia en Cataluña. 

La reedición de una mayoría de fuerzas independentistas –en escaños, que no en votos– invitaría a entregarse a la melancolía de no ser por la hazaña protagonizada por Ciudadanos, que se convierte en el partido más votado de Cataluña. Ni Maragall en su cima lo logró. Una fuerza que nació hace una década por el coqueteo del bipartidismo con los nacionalistas, decidida a combatir de frente la ideología que se ha conducido como si toda Cataluña fuera de su propiedad, se ha proclamado vencedora en votos y escaños por primera vez en la historia de la autonomía catalana. Inés Arrimadas es la política más votada de Cataluña: lo fue incluso en el pueblo de Junqueras. La movilización en las comarcas menos proclives al soberanismo refleja el enojo y la contestación del ciudadano que no se resigna a tener que escoger entre ser catalán o español. Ha hablado alto una Cataluña que desea manejar su autogobierno con lealtad a la Constitución y en solidaridad con el resto de españoles. No cabe relativizar semejante gesta, que demuestra que los votantes premian la clara contundencia del discurso de Arrimadas. A su formación le corresponde el liderazgo de una numerosa soledad, valga el oxímoron: la de la noción ilustrada de ciudadanía en una región dominada por el primitivismo de la emoción identitaria. 

El PSC de Iceta, en cambio, ha pagado su errática estrategia y ha dejado de ser una referencia en la lucha contra el nacionalismo porque su propio líder, en realidad, nunca quiso marcar las debidas distancias: antes bien jugó la baza de la ambigüedad, el buenismo y la complicidad. Los comunes de Domènech y Colau respiran aliviados: ya no son necesarios para decantar mayorías y podrán seguir practicando su cómoda equidistancia. 

En cuanto al PP, su descalabro merece comentario aparte. Primero porque siendo el partido del Gobierno que aplicó el 155, no ha sabido capitalizarlo. El fracaso de Albiol aconseja su dimisión, pero en su lugar compareció para arremeter contra Cs en un acto reflejo de defensa que parece premonitorio: la formación naranja sale de estos comicios lanzada a la disputa abierta del espacio político del PP en toda España. Sin experiencia pero con coraje, sin corrupción ni pasteleos con el nacionalismo, los de Rivera se perfilan como el futuro próximo del centro derecha español.