ABC 07/06/17
IGNACIO CAMACHO
· La amarga soledad de Javier Fernández simboliza el fracaso de la moderación frente a los demonios de la intemperancia
ENTRE los numerosos destrozos causados por el turbulento proceso de primarias del PSOE, uno de los más lamentables es la abrasión de Javier Fernández. Un hombre sensato y discreto, de perfil bajo, enemigo del ruido hueco, de la banalidad y del aspaviento, que se ha revelado como uno de los activos más valiosos no sólo del socialismo sino de toda la clase dirigente española. Esa revelación –que quizá el interesado no deseaba, alérgico como es a los focos– ha sido una grata sorpresa para la opinión pública… excepto para sus propios compañeros de partido, que como suele ocurrir lo han tratado con ingratitud cainita. Arrollándolo a empujones de desafección hasta descarrilarlo y amargar el final de su carrera política.
Fernández rindió ayer mandato en la gestora; no comparecerá en el congreso de entronización de Pedro Sánchez. El secretario general electo, que trabaja a diez metros de distancia, no tuvo para su despedida una palabra ni buena ni mala. Tampoco la pronunció cuando en sus mítines se insultaba a Felipe González. No parece haber mucho sitio ni para uno ni para otro en el nuevo PSOE sanchista, un proyecto de cesarismo camuflado bajo el supuesto «empoderamiento» de los militantes. Fue el líder interino de estos meses tumultuosos el que habló de la «podemización» del socialismo; los hechos le van a dar la razón mucho más a fondo de lo que acaso él mismo hubiese previsto.
Claro que Fernández, como todos los que apoyaron a Susana Díaz, se equivocó; no calcularon bien hasta qué punto la radicalidad y la frustración se habían adueñado de su viejo partido. Creyeron que el control de los aparatos territoriales les proporcionaba de suyo un cierto poder prescriptivo. No supieron leer la nueva cartografía ideológica, moral y emocional de su propia organización, entregada a una catarsis que exigía expiaciones y sacrificios. Su fracaso es el de un modelo que está quedando aplastado bajo la irrupción del populismo.
Les quedará el acre consuelo de haber hecho lo que debían; de haber rendido un servicio a la nación evitando un Gobierno rupturista o unas terceras elecciones que iban a ser una vergüenza democrática. También a su propia causa, a las siglas que Sánchez estaba arrastrando, batacazo tras batacazo, a la irrelevancia. Lo que no lograron fue explicarse, vencer un cierto complejo de vergüenza; les faltó dar la batalla de los argumentos y de las ideas. El líder depuesto les ganó la partida porque tuvo la intuición demagógica de asociar a sus rivales internos con la derecha. Venció con el discurso rupturista de Podemos, el de la revancha, el frentismo y el ajuste de cuentas.
La soledad última de un hombre cabal como el presidente de Asturias no sólo es el retrato de la crisis de la socialdemocracia. Es la imagen de la derrota de la moderación, que en España siempre acaba pisoteada por los demonios del sectarismo y de la intemperancia.