Carlos Sánchez-El Confidencial
- Lo decidido por el Gobierno es, probablemente, la solución menos mala. Es la más rápida para bajar el precio de los carburantes, pero, sin duda, tiene externalidades negativas
Paul Samuelson, autor del manual más célebre de la literatura económica, solía decir a sus alumnos que las buenas preguntas son más interesantes que las respuestas fáciles. Samuelson, de alguna manera, venía a reivindicar la necesidad de ser incisivos a la hora de analizar una determinada decisión económica. O dicho de otra manera, la calidad de las preguntas determina la solvencia de las respuestas, y hay razones fundadas para pensar que si se analizan las medidas anunciadas este lunes por el presidente Sánchez para paliar los efectos adversos de la subida de los combustibles, hay tantas dudas como certezas.
Dudas porque generalizar una subvención de 20 céntimos (cinco a pagar por las petroleras) hasta el próximo 30 de junio, sin tener en cuenta los niveles de renta, es favorecer la desigualdad, ya que se beneficiará de manera idéntica a ricos y pobres; y, en segundo lugar, porque quienes ganan son los productores (se trata de un bien importado) y quienes conducen coches de más alta gama (mayor consumo) frente a quienes gozan de un utilitario. Sin contar, obviamente, el perjuicio que tiene la medida para el medio ambiente el hecho de subvencionar el consumo de combustibles fósiles que son, precisamente, lo que está destrozando el planeta.
Dicho esto, sin embargo, la respuesta desde el Gobierno, en unas circunstancias tan excepcionales como las actuales, no puede ser de otra manera porque, de lo contrario, el sistema de identificar nominalmente a los beneficiarios con una subvención directa sería excesivamente complejo (poco operativo en tiempos de energías por las nubes) y podría generar todo tipo de picaresca. Hacerlo con transferencias personalizadas a través del IRPF tardaría en llegar a los bolsillos de todos, y el Gobierno ya ha perdido demasiado tiempo.
La medida, por lo tanto, como les gusta decir a los economistas, tiene externalidades negativas, pero, sin duda, también positivas. Es verdad que se penaliza a quienes no usan el coche, ya que tendrán que pagar su parte alícuota a través de los impuestos, pero no es menos cierto que si se contiene la inflación también podrán beneficiarse de forma indirecta (el impacto sobre el precio de los transportes públicos será menor). Entre otras razones, porque, con el freno al crecimiento de la inflación de segunda ronda, el Estado podrá contener el gasto en pensiones o en salarios públicos, además de la menor revisión de los contratos firmados con el sector privado.
Una distorsión
En política económica, como en todos los órdenes de la vida, casi nunca hay soluciones ideales y todas las decisiones benefician más a unos que a otros. El arte de la economía, de hecho, es encontrar un equilibrio. La decisión, por lo tanto, es probablemente la menos mala, y, desde luego, mucho mejor que rebajar los impuestos, que no solo daría una señal equivocada en términos medioambientales, sino que supondría una clara distorsión en el sistema impositivo, ya que se beneficiaría a un producto frente a otros. ¿Por qué va a ser más barato consumir gasolina que otros productos muy necesarios? Sin contar con que bajar los impuestos de forma temporal es fácil, pero subirlos al nivel de partida es tan doloroso que ningún Gobierno se atrevería a hacerlo, entre otras razones, por sus efectos inflacionistas.
Nunca hay que olvidar que los impuestos tienen una doble función, son recaudatorios, como no puede ser de otra manera, y, al mismo tiempo, son redistributivos. Es decir, buscan la cohesión social y territorial, ya que, de lo contrario, las sociedades corren el riesgo de convivir con enormes bolsas de pobreza. No todos los ciudadanos están en condiciones de competir sobre su futuro pagándose la sanidad, la educación o la dependencia, que son las grandes partidas del gasto público.
Todo es tan extraordinario para España que el diferencial de inflación con la eurozona se debe, fundamentalmente, a los precios energéticos
España, además, y como se sabe, es uno de los países europeos con menor carga fiscal sobre los carburantes, lo que ha contribuido a un inadecuado desempeño ambiental y a una fuerte dependencia energética (alrededor del 75% del consumo viene de fuera). Actuar sobre los impuestos, es más, tendría un carácter regresivo, y no solo por el coste en términos de recaudación, sino porque beneficiaría más a las rentas más elevadas, como han acreditado trabajos como los elaborados por los profesores Labandeira y Labeaga.
Es verdad que el déficit público es muy abultado, entre un 4% y un 5% el de carácter estructural, según se mida, pero ya Bruselas aceptó congelar las reglas fiscales en 2020 por razones excepcionales, y hay pocas dudas de que la guerra en Ucrania es un hecho extraordinario, uno de esos cisnes negros que de vez en cuando se cuelan en el sistema económico. Todo es tan extraordinario para España que el diferencial de inflación (1,7 puntos) con la eurozona se debe, fundamentalmente, a los precios de la energía, lo que exige actuar directamente sobre ella.
Manga ancha
¿El resultado? Al final, es más rentable gastar ahora para contener el IPC que tener que destinar en el futuro miles de millones para compensar las desviaciones de inflación, toda vez que la economía está fuertemente indexada. La manga ancha, en todo caso, no debería ser incompatible con presentar un escenario de reducción del déficit creíble a medio plazo, como a menudo reclaman la AIReF y el Banco de España.
Es por eso por lo que va en la buena dirección la intención de Moncloa —otra cosa es el injustificable retraso— de compensar específicamente a los ciudadanos más vulnerables (y más propensos al consumo porque no pueden ahorrar), y cuya subsistencia depende de las rentas públicas, ya sea porque perciben el ingreso mínimo vital (subida del 15% durante tres meses) o porque pueden acogerse al bono social eléctrico (600.000 nuevos perceptores). Es decir, medidas específicas para los colectivos más vulnerables y cuya capacidad de respuesta ante un ‘shock’ de oferta como es la subida de los carburantes es nula.
Se dirá, y con razón, que si quienes más se benefician son las rentas más altas (porque consumen más combustibles) y las rentas más bajas (porque tienen ayudas especiales), quienes realmente pagan son las clases medias, siempre un colectivo difícil de definir.
La respuesta más obvia es que, efectivamente, es así, pero se olvida un factor muy relevante. La subvención actúa sobre la evolución de la inflación futura, no sobre la pasada, lo que significa que todos los ciudadanos se beneficiarán de una forma u otra de este chute desinflacionista. Otra cosa es que la rebaja de 20 céntimos no se traslade a los precios, pero eso dependerá de factores de oferta y demanda. Y aquí hay mucho por hacer, porque ningún mercado es perfecto —son estructuralmente asimétricos— y todos suelen tener un sesgo que perjudica a los consumidores y beneficia a productores y distribuidores, que cuentan con más y mejor información, además de mayor capacidad de presión. Ahí es donde entran en juego los poderes públicos para evitar que haya inequidades en la respuesta del Gobierno.
La CNMC (Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia) tiene mucho trabajo por delante si quiere adivinar quién traslada las subvenciones al precio final de forma inmediata y quién se hace el remolón cuando bajan las materias primas y el Estado financia una parte.