ABC 30/10/14
LEOPOLDO CALVO-SOTELO IBÁÑEZ- MARTÍN
· «Después del 9 de noviembre, y durante largo tiempo, habrá que ir a Cataluña a argumentar, a debatir, a intentar persuadir a los catalanes de que la España de las autonomías merece la pena»
EL pasado martes, 28 de octubre, en el Senado, el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, se defendía de la acusación de ser «un espectador» de la crisis catalana, que venía formulada por José Montilla, expresidente de la Generalitat de Cataluña. Tras afirmar que había tomado las decisiones necesarias para impedir un referéndum ilegal, Rajoy añadió: «A mí también me gustaría encontrar una solución». Y se preguntó, casi retóricamente, qué tendría que dar a cambio de esa solución, qué tendría que ofrecer, si el pacto fiscal u otra cosa.
Quizá encontremos alguna respuesta a esas preguntas en un episodio de nuestra historia política, que nosotros también la tenemos y no siempre hay que buscar inspiración en la de Inglaterra o Estados Unidos. En las Cortes constituyentes que elaboraron la Constitución de 1869, probablemente la mejor de todo nuestro siglo XIX, un joven diputado liberal, Segismundo Moret, que muchos años más tarde presidiría el Consejo de Ministros, intervino para rechazar una enmienda que pretendía excluir del sufragio a quienes no supieran leer ni escribir. Al final de su intervención, Moret se refirió de forma expresiva a los efectos que la introducción del sufragio universal tendría sobre la vida política española:
«Es necesario que sepan estas clases conservadoras que de hoy más tienen el derecho de influir, que tienen el derecho de dirigir; pero tienen que hacerlo como lo hacemos nosotros aquí, por medio de la lucha, por medio del cansancio, arrostrando la impopularidad; que no se puede ejercer el influjo necesario, que no se tiene autoridad sino cuando se gana de esta manera».
Asombra la lucidez de estas palabras pronunciadas en 1869. Aunque la predicción de Moret tardó en cumplirse, era inevitable que así fuera. Con el sufragio universal la vieja política oligárquica decimonónica tocaba a su fin, y con ella los acuerdos opacos entre facciones opuestas de la clase dirigente, el turno arbitrario en el poder, las elecciones amañadas, las redes caciquiles en provincias… Las consecuencias del principio «un hombre, un voto» son insoslayables: hay que intentar convencer a cada hombre y a cada mujer, y se trata de una tarea continua, que no puede dejarse solo para las contiendas electorales. La campaña electoral no es más que el momento en que el político se levanta del pupitre y entrega un examen que ha escrito durante largo tiempo.
Volvamos a las preguntas de Mariano Rajoy: ¿Qué hacer ante la crisis catalana? Antes del 9 de noviembre, la única posición posible es la adoptada por el Gobierno: garantizar el cumplimiento de la Constitución y de la ley. Pero luego ¿qué se podrá ofrecer? Ciertamente, no el pacto fiscal, ni ningún trofeo semejante. Ya no bastan los pactos con la clase dirigente del nacionalismo catalán, de modo que los «contactos discretos» podrán ser convenientes, y aun necesarios, pero nunca suficientes. No, hay que ofrecer lo que ofrecía Moret: lucha, cansancio, impopularidad, es decir, el equivalente para tiempo de paz del «sangre, sudor y lágrimas» de Churchill.
¿Qué quiere decir esto? Que después del 9 de noviembre, y durante largo tiempo, habrá que ir a Cataluña a argumentar, a debatir, a intentar persuadir a los catalanes de que la España de las autonomías merece la pena, a explorar posibles reformas de su Constitución, a explicar que la independencia no es un simple «replanteamiento» de las relaciones entre Cataluña y España, como dice Oriol Junqueras, sino un salto en el vacío, a describir de manera gráfica y convincente esa atmósfera seca y helada en la que tienen lugar las relaciones entre dos estados soberanos a los que nada une más que la hostilidad y la desconfianza, a hacer el inventario de las familias divididas, las amistades rotas y las empresas disgregadas que todo el proceso traería consigo…
Por supuesto, en la actual situación de Cataluña será muy difícil acertar al principio con el tono y los contenidos de un mensaje semejante. Incluso los catalanes contrarios a la independencia pueden recibirlo con impaciencia y recelo. Pero habrá que cansarse y que arrostrar la impopularidad, porque, como decía Moret, en una democracia «no se tiene autoridad sino cuando se gana de esta manera». Así han ganado los independentistas la influencia que tienen ahora y es preciso recorrer el camino contrario.
Es verdad que una tarea así no compete al Gobierno, sino a los partidos que todavía forman el arco constitucional. Pero también lo es que esa tarea solo puede ponerse en marcha bajo el liderazgo de Mariano Rajoy como presidente del Partido Popular, como bajo su liderazgo se está librando la justa y necesaria batalla jurídica contra un referéndum ilegal.