ABC-IGNACIO CAMACHO

Vaya donde vaya, al terrorista arrepentido le perseguirá el estigma de un crimen por el que no ha pagado bastante castigo

DE todos los etarras acogidos a la presunta reinserción de la llamada «vía Nanclares», Rafael Caride Simón parece uno de los más sinceros. En gente como Urrusolo, Txelis o la Trigresa, el alejamiento de la banda sugiere más pragmatismo, cansancio o pura táctica que arrepentimiento, pero los expertos penitenciarios y hasta algunas de las víctimas a las que el terrorista gallego ha pedido perdón en persona aseguran que su retractación obedece a un impulso auténtico. Lo único constatable es que la ETA lo expulsó tiempo atrás de su colectivo de presos. También que ha cumplido condena, veintiséis años de los casi ochocientos que le cayeron: a poco más de uno por muerto. La proporción es desoladoramente barata pero corresponde al Código Penal de la época en que cometió la masacre que pasó a los anales del horror más siniestro: la del Hipercor barcelonés, en cuyo aparcamiento hizo estallar veinte kilos de amonal reforzado con líquido inflamable para desencadenar un verdadero infierno. Caride está libre desde el domingo y nadie puede saber a ciencia cierta lo que lleva dentro. Es un problema de su conciencia y deberá lidiar lo que le quede de vida con ello.

En su salida de prisión hay, sin embargo, un detalle que muestra la descomposición moral del radicalismo independentista vasco. No está previsto que reciba ningún homenaje de bienvenida, esos oprobiosos ongitoetorri —ongietarri los llama Puebla con sarcasmo— que el entorno batasuno dispensa a los asesinos recién excarcelados para añadir al dolor de sus víctimas un infame pellizco de agravio. Por una parte es dudoso que en Vigo, su ciudad natal, encuentre el calor de sus paisanos; por otra, y éste es el factor clave, el mundo filoterrorista lo ha repudiado. Ya no lo consideran uno de los suyos sino un traidor, un apóstata, un renegado, un colaboracionista indigno de recibir honores de combatiente retornado. En ese miserable microcosmos enfermo de odio, podrido en su hermetismo impermeable y sistemático, no hay sitio para quien haya mostrado el más mínimo rasgo de compasión, de empatía, de contrición o de simple remordimiento por haber violado la más elemental regla de convivencia del género humano.

Nada que lamentar, por otra parte; en ese exilio emocional, en ese itinerario de culpa, Caride encuentra lo que se ha merecido. Fue el agente mortal de un delirio político y su reconocimiento de errores y responsabilidades es demasiado tardío. Un crimen como el que cometió estaría penado con cadena perpetua en Francia o Inglaterra y tal vez con la ejecución en Estados Unidos. Vaya donde vaya le perseguirá la sombra de Caín, el estigma de un delito por el que ni siquiera ha pagado suficiente castigo. El dolor que causó no tiene remedios retroactivos. Y en cuanto a la petición de perdón, se le agradece a título de formalismo pero se la puede meter por donde amargan los pepinos.