FERNANDO VALLESPÍN-El País
- Las palabras crean realidad, y el efecto performativo del discurso de Casado ya ha empezado a dejarse sentir. A ambos lados del espectro político
En la política, como en la vida en general, todo es pura gestión de expectativas. Nos valemos de ellas para orientarnos en el tiempo; son pequeñas proyecciones, casi inconscientes, con las que tratamos de dotar de sentido al futuro; y la causa de la mayoría de las frustraciones. Pero también de la sorpresa, la emoción más fugaz y aun así una de las más intensas. Esto, la sorpresa, es lo que hemos sentido todos con el discurso de Casado. Nos ha cambiado el paso porque su actuación del otro día en el Congreso era imprevisible. Cualquier casa de apuestas lo hubiera dado por perdedor y, sin embargo, quien parecía que iba a ser más perjudicado por la disparatada moción de censura de Vox al final resultó vencedor. Un inimaginable golpe de audacia por parte de alguien que a priori parecía ya un político amortizado.
Eran tan bajas nuestras expectativas respecto del devenir de la política española, que lo que se sale mínimamente de lo previsible lo celebramos ya como un acontecimiento. Pero una sorpresa no llega a tanto. Para que cobre aquella dimensión debe concretarse en algo más de lo que por ahora conocemos; a saber, la toma de distancia retórica respecto de la extrema derecha. Fíjense como estaríamos, que lo que es normal en la mayoría de las democracias de nuestro entorno, el gozar de una derecha “civilizada”, nos parece un verdadero evento. Con todo, tampoco quiero hacer de aguafiestas, significa un avance considerable, aunque todavía no una esperanza firme de abandono de la polarización.
Las palabras crean realidad, y el efecto performativo del discurso de Casado ya ha empezado a dejarse sentir. A ambos lados del espectro político. Ahora ya sabremos al fin quién de entre sus mariachis mediáticos está de este o del otro lado de la derecha. Y, cuando se recuperen de la sorpresa —del pasmo, más bien— el fuego amigo que caerá sobre Casado será antológico.
En el lado de la izquierda el desconcierto no ha sido menor. Como prueba del cambio, se le pide a Casado lo que cualquier político sabe que jamás podrá concederle el otro, renunciar al poder allí donde ya lo tiene asentado, el equivalente a proceder a una voladura de su propio partido. O sea, algo parecido a lo que el PP antes criticaba del PSOE, que hubiera accedido al gobierno gracias a los votos de Bildu o el independentismo catalán. Pero todos sabemos que una cosa es estar en el poder en Andalucía o Madrid gracias a los votos de Vox, y otra sujetarse a sus dictados. Y Vox sabe que se suicidaría si amenaza con dejarlo caer. Ahí no creo que haya cambios.
La verdadera prueba del liderazgo de Casado está en convencer a los suyos de que ejercer la oposición no está reñido con la colaboración cuando las circunstancias así lo exigen. El liderazgo no se sostiene solo sobre declaraciones, se mide por las decisiones que adopte. Para empezar, negociando la renovación de las instituciones pendientes y una coordinada salida de la crisis sanitaria. Y luego, tendiendo la mano a la coalición de gobierno para emprender otros consensos. Si lo hace, trasladará la perplejidad también al otro bando. La política española ha empezado a moverse. Lo que no sabemos bien es hacia dónde.