IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Las promesas de Sánchez son un pretexto para que lo puedan votar sin remordimientos quienes están deseando hacerlo

Decía el viejo zorro Mitterrand que las promesas electorales sólo obligan a quienes se las creen; el cinismo en política no lo ha inventado Pedro Sánchez, ni tampoco el desdén intelectual por sus propios votantes. Lo que constituye una novedad sanchista es el empeño en combatir su desgaste con nuevas ofertas que sabe de consumación improbable, a despecho de que una parte del electorado acabe por sentirse víctima de un fraude. Si algo ha aprendido la ciudadanía española en este mandato es que la palabra del presidente sólo vale en el momento mismo de pronunciarse; después se difumina como una voluta de humo en el aire. A pesar de lo cual todavía conserva un porcentaje de respaldo popular estimable, aunque sólo sea para evitar que el adversario gane. Por eso sigue confiando en que le funcione la tómbola de regalos subvencionales que en cada mitin y cada Consejo de Ministros anuncia con la alegre cháchara de un viajante.

En tiempo de urnas, la venta de proyectos e incentivos varios, aunque sean falsos, es un clásico de los candidatos. Cuando no estaban prohibidas las inauguraciones en campaña, el presidente andaluz Borbolla se declaró dispuesto a «inaugurar todo lo inaugurable», y si era menester hasta lo que ya estaba inaugurado. Aquella vez sólo le faltó cortar la cinta de un pantano. Ahora Sánchez está prometiendo todo lo prometible, incluso lo que ya está prometido… por el PP, como se queja Feijóo sin darse cuenta –o dándose, que es peor– de que de ese modo otorga a la propaganda del contrincante un aval legítimo. No falta quien piense que merecería el castigo de tener que cumplir esa ristra de compromisos, que va por diez mil millones de gasto entre viviendas por construir, bonos gratuitos, ayudas al alquiler, transferencias directas de renta y demás reclamos para indecisos. Pero como sus antecedentes le conceden tan poco crédito, él mismo es consciente de que sólo los muy partidarios o los muy ingenuos son capaces de tomarlo –y no demasiado– en serio. Más bien se trata de ofrecer un pretexto para que lo puedan votar sin remordimientos quienes están deseando hacerlo a pesar del desencanto que llevan por dentro.

También es su forma de echarse el partido a la espalda y movilizar a los suyos en busca de una problemática remontada. Tiene la ventaja de que nadie en su bando le va a reprochar la subasta de una mercancía averiada, como no le han reprochado ninguna de sus incontables inobservancias empezando por la más esencial: la de la política de alianzas. Si pierde no tendrá que responder y si gana ya encontrará la manera de pasar página echándole la culpa a las circunstancias. En todo caso a estas alturas sólo pueden considerarse engañados los que, como en el adagio ‘mitterrandiano’, voluntariamente quieran llamarse a engaño. En la noche del 28 sabremos cuántos son y cuántos, por el contrario, han ido curándose de espantos.