IGNACIO CAMACHO-ABC
Cualquier lector de «Patria» puede imaginar esa atmósfera opresiva de vileza, esa exhibición de complicidad fétida
EL 3 de mayo de 1997, al guardia civil José Manuel García Fernández le pegaron un tiro en la nuca, delante de su esposa, cuando tomaba unas tapas en una marisquería de Ciérvana. Uno de los terroristas que recopiló información para matarlo, llamado Lander Maruri, sentenciado a 20 años de cárcel, salió este domingo en libertad tras cumplir su condena y fue recibido en Santurce por su paisanos con una jubilosa acogida entre pancartas y banderas. El fin de semana anterior, en Andoain, los chivatos que prepararon el crimen de Joseba Pagaza fueron objeto de bienvenida idéntica, aunque al menos en esa ocasión se movilizaron algunos militantes del PP para manifestar su protesta. El entorno filoterrorista que prepara estos homenajes sabe lo que se hace: para soslayar el posible delito de enaltecimiento se cuida de mencionar en sus concentraciones a ETA. Pero el escarnio a las víctimas es incuestionable y amenaza con convertirse en costumbre si las autoridades le otorgan impunidad manifiesta. Cualquier lector de «Patria» puede imaginar, aun sin haberlo vivido, ese ambiente intimidatorio de orgullo cerril, esa atmósfera opresiva de complaciente vileza, esa impúdica exhibición de complicidad petulante y fétida.
Es de esto de lo que trata la cuestión del «relato», el elemento pendiente tras el final de la violencia. Nadie va a poder hablar con propiedad de paz mientras el clima civil de cierta sociedad vasca esté contaminado de encubrimiento, de connivencia con los criminales, de una empatía viscosa, abyecta. Mientras las familias de los muertos se sientan aisladas en el drama de la soledad espesa y asfixiante de sus vidas deshechas. Mientras los verdugos gocen de absolución moral entre los suyos sin arrepentimiento ni voluntad de enmienda. Mientras la experiencia del sufrimiento quede cuestionada en comunidades impermeables a la compasión, a la humanidad, al remordimiento, al sentido más elemental de la convivencia.
La disolución definitiva de ETA, si se produce, será una buena noticia para la sociedad española. Lo que ya no será es un salto cualitativo porque la banda, cuyos últimos irreductibles parecen estar votando su autoliquidación, aceptó en la práctica hace tiempo su derrota. Sin embargo, el éxito del Estado y de la democracia no será completo hasta que prevalezca sin asomo de duda una verdad palmaria, objetiva, satisfactoria; un contexto de ética social que cierre toda rendija a la reivindicación del terror como una causa útil, no digamos ya noble o heroica. Ésa es la tarea pendiente de la política: el repudio completo, abrasivo, de cualquier tentación de narrativa equidistante, acomodaticia o contemporizadora. Algo que no tiene que ver sólo con la justicia penal, ni siquiera con la reparación del daño, sino con el compromiso contra el olvido, contra la manipulación histórica. En definitiva, contra la subversión de la memoria.