ABC 13/11/14
IGNACIO CAMACHO
· Dos millones de españoles que no quieren serlo han atravesado su artificial problema en la vida de otros 44 millones
TODOS los días, desde primera hora de la mañana, este país atribulado recibe una densa tabarra mediática y política sobre un problema que ha creado una minoría de ciudadanos. La matraca catalana cansa sobremanera a gran parte de la opinión pública, harta de que la reclamación independentista se sobreponga a sus penosas cuitas de subsistencia en medio de una colosal crisis social, laboral y económica. Se trata de un hastío comprensible: el nacionalismo catalán se ha apoderado de la escena pública con el egoísmo desaprensivo de quien atraviesa una barricada en medio de una calle en hora punta. Y le impone su agenda conflictiva a España entera cuando más necesitada está de atenderse a sí misma.
Esta socialización forzosa del emperre soberanista se produce después de que la propia sociedad de Cataluña haya quedado sojuzgada por el designio de su régimen, un proyecto que ni siquiera cuenta, como se ha visto en el resultado del simulacro de referéndum, con un soporte mayoritario en el total del censo territorial. La secesión es un programa político artificial que sus promotores han sabido convertir primero en la prioridad social única en su propio ámbito y después en el eje del debate de la comunidad española, a la que amenazan con una fractura unilateral de su cohesión colectiva. Dos millones de españoles que no quieren serlo se han erigido en protagonistas esenciales de la vida de otros cuarenta y cuatro millones que sólo desean convivir en paz y prosperidad y salir pronto del marasmo que se lo impide. En este sentido estamos ante un plan de carácter autoritario, coactivo, que confundiendo sentimientos con derechos somete a toda la nación a la presión apremiante de su capricho.
Esa coacción es parte de la estrategia. Porque aunque los nacionalistas definan su aspiración como una cuestión de exclusiva índole catalana, estamos ante un problema español que sólo puede resolver España. Por eso intentan crear un clima de secesión psicológica por hartazgo que empuje a muchos ciudadanos a la tentación de ceder para desembarazarse del conflicto. Ésa ha sido siempre la finalidad de la pesadísima murga del soberanismo: vencer por cansancio, obtener privilegios a base de una cargante insistencia. El de la independencia no es ni siquiera el último que pretenden porque incluso en caso de separación continuarían aplicando su fastidiosa presión para salir beneficiados en el reparto de los bienes comunes, las estructuras de Estado y la deuda compartida.
Este irritado tedio nacional ante la latosa obstinación separatista es una reacción lógica pero perniciosa y favorece a la causa de la ruptura. Ni la España que conocemos y habitamos es posible sin Cataluña ni Cataluña resulta viable sin el proyecto común español. Faltan emociones, cariño y entendimiento, pero estamos condenados a la paciencia. Y lo último que cabe hacer es desistir por agotamiento.