Ignacio Camacho-ABC
- La «cultura de la queja» ha desembocado en una oleada de fobias arbitrarias, censura colectiva e histeria neopuritana
Uno de los factores de riesgo más graves para el futuro (inmediato) de las democracias liberales procede de dentro de ellas mismas y consiste en el avance de la intolerancia. Décadas de educación trivial, de renuncia al «conocimiento poderoso» bajo el paradigma de la ultracorrección política y la dictadura identitaria, han desembocado en oleadas cada vez más frecuentes y más feroces de autoritarismo de masas. La sociedad que más respeta e integra la diversidad en toda la Historia ha generado la paradoja de una hipersusceptibilidad suicida que amenaza con convertirse en una pandemia de autoodio y de culpabilidad impostada, una infección mental y política devastadora que propaga el virus de la ignorancia. La «cultura de la queja» de los años noventa se ha transformado en una avalancha de fobias arbitrarias, censura colectiva y paranoia neopuritana.
Un grupo de intelectuales norteamericanos ha reaccionado, quizá algo tarde, contra este trastorno histérico que lo mismo derriba estatuas que acosa a profesores, ataca museos, anatematiza películas o cancela eventos, cuando no impone en las calles la coacción del saqueo, la pedrada y el incendio. Ojalá estemos aún a tiempo de generar algunos anticuerpos contra la plaga de la estigmatización y la hegemonía de la nueva policía del pensamiento. No son gente cualquiera: Atwood, Banville, Pinker, Rowling, Berkowitz, Amis, Fukuyama… hasta Chomsky parece haberse caído del caballo de su dogmatismo maniqueo para advertir del peligro de la caza de brujas, del fundamentalismo académico, del boicot a todo lo que se menea y de los linchamientos en nombre del progreso. Naturalmente los han recibido a estacazos dialécticos, y la presión ha sido tan intensa que alguno se ha retractado a los dos días de publicarse el manifiesto. Prueba de que la denuncia es necesaria siquiera como gesto de independencia de criterio ante la crecida del veto que pretende cercenar todo atisbo de discrepancia o hasta de diálogo abierto. Está prohibido dudar como método, pensar por cuenta propia o negarse a dividir el mundo entre malos y buenos. El populismo de izquierdas dice combatir a Trump pero sólo sigue su peor ejemplo, elevando a la enésima potencia la intimidación totalitaria y la estrategia del miedo.
La rebelión contra el fanatismo posmoderno empieza a ser una obligación ética que interpela también a las élites europeas, entre las que los debates y movimientos americanos tardan muy poco en crear tendencia. Se echan en falta tomas de posición en defensa del intercambio de ideas que es la base de la civilización y de la convivencia. Conviene que las vanguardias culturales, si es que queda algo de eso, abandonen sus prejuicios antes de que la cosa se ponga fea. Porque los savonarolas de la intransigencia ya andan por aquí blandiendo sus teas y no van a tener miramientos con nadie a la hora de encender sus hogueras.