Ramón González Férriz-El Confidencial
- Para la izquierda española, América Latina es un territorio idealizado en el que son legítimos todos los experimentos ideológicos de la izquierda, aunque no funcionen
La semana pasada, este periódico explicó que Pablo Iglesias ha fichado a la periodista rusa Inna Afinogenova, antigua responsable de propaganda del Gobierno ruso en castellano, para expandir la influencia de su pódcast en América Latina. Antes, Yolanda Díaz, probable líder de una nueva formación de izquierdas, hizo una gira por América Latina para dar a conocer allí las ideas de su proyecto y estrechar vínculos con nuevos líderes como Gabriel Boric, presidente de Chile, Gustavo Petro, presidente electo de Colombia, y el ya veterano, y de nuevo candidato a la presidencia brasileña, Lula da Silva. Mucho antes de todo eso, Íñigo Errejón dedicó su tesis doctoral a la llegada al poder de Evo Morales en Bolivia y Rita Maestre y otros fundadores de Podemos tuvieron sus primeras experiencias políticas en la Fundación Centro de Estudios Políticos y Sociales, una organización anticapitalista que ofrecía servicios de consultoría a partidos y gobiernos de izquierdas latinoamericanos.
¿Qué le pasa a la izquierda española con América Latina?
La política revolucionaria latinoamericana fascinó, durante los años sesenta, a toda una generación de europeos que ya estaban decepcionados con el comunismo soviético. Buena parte de ella tenía la esperanza de que la versión revolucionaria encarnada por la guerra de guerrillas y el foquismo, la teoría de la liberación, el folk y los cantautores, las novelas del ‘boom’, el régimen cubano y luego el sandinismo fuera una forma de socialismo y antiimperialismo realmente humana. El proyecto político fracasó. Sin embargo, no solo dio pie a una nueva generación de políticos socialdemócratas desengañados que llegaron a gobernar en países como Chile, Uruguay o el Brasil de la encarnación previa de Lula. También motivó un nuevo intento de hacer la revolución por otros medios, como en el caso de Bolivia, Venezuela o Ecuador. Los resultados fueron mediocres y desiguales: si Evo Morales consiguió logros reales y tangibles en una sociedad tan desigual como la boliviana, Hugo Chávez puso las bases para la destrucción de la democracia y la economía en su país.
Sin embargo, la siguiente generación de europeos de izquierda dura, y en especial la española, siguió fascinada con el radicalismo latinoamericano. Esta atracción era más difícil de comprender en términos de política práctica, pero parecía tener una explicación sentimental y de proyección ideológica evidente. Al igual que ocurría en los años sesenta, para la izquierda española que se sitúa a la izquierda de la socialdemocracia, América Latina es un territorio idealizado en el que son legítimos todos los experimentos ideológicos de la izquierda, aunque no funcionen. Se trata de un espacio en el que apenas habitan personas reales, sino modelos abstractos que encajan en su marco mental. En América Latina, parece pensar esa izquierda, el fin debería ser reducir la desigualdad, acabar con el racismo y desligarse de la tutela de Estados Unidos —todos objetivos más que razonables—, pero en el caso de que eso no fuera posible, será suficiente con un camino de redención que, aunque no arregle nada, suelte toneladas de mitología revolucionaria, liberadora y anticolonial. El problema de seguir creyendo esto es que ahora, a diferencia de los años sesenta, sabemos que no solo no funciona, sino que ha condenado a buena parte de América Latina a ciclos interminables de volatilidad política y económica, alimentados además por una derecha (por la que Vox siente una fascinación equivalente a la de la izquierda) que, simplemente, es partidaria de la desigualdad y considera que la marginalidad de buena parte de la población tiene una razón moral.
Por supuesto, Boric y Petro son y pueden ser otra cosa. Especialmente el primero parece haberse liberado de los peores tics de la izquierda latinoamericana y su visión revolucionaria del mundo. Soy más escéptico con Petro, aunque ambos deberían tener la oportunidad de desarrollar sus políticas para reducir las desigualdades y merecen la mejor suerte posible. En realidad, es más probable que dentro de poco parte de esta izquierda española les critique por ser demasiado centristas, moderados o acomodaticios con el sistema (ambos, por ejemplo, ya han elegido a ministros de Economía cuya primera intención es no asustar a los mercados: Nicolás Grau, el de Chile, es un socialista que desprecia la vieja izquierda latinoamericana del siglo XX del ‘poncho y el charango’) que por lo contrario. Aun así, la proyección de todas las utopías de la izquierda española en la región sigue imparable: es un lugar en el que imaginar sueños, no uno al que aportar soluciones.
En el vídeo en el que anunció el fichaje de Afinogenova, Pablo Iglesias conversaba con viejas glorias de la política revolucionaria latinoamericana como Paco Ignacio Taibo II, Rafael Correa y, bueno, Ione Belarra y Arnaldo Otegi.
Al mismo tiempo, en una entrevista a un medio uruguayo, reconocía el fracaso de esa misma política: “Creo que en el caso nicaragüense ha habido una degradación innegable, como señalan muchos viejos sandinistas, esto es así y hay que decirlo sin complejos desde la izquierda. Y en el caso de Venezuela, creo que el enfrentamiento que hay entre los sectores oficialistas y la oposición de derecha venezolana ha contribuido también a una degradación en muchos aspectos de un proceso que ilusionó al mundo entero y que seguramente ahora toca apreciar con tonalidades grises”.
Sin embargo, decía Iglesias en esa entrevista, no había que darle el gusto a la derecha de reconocer los fracasos de esas políticas revolucionarias: lo importante es que la izquierda tenga su propio marco. Un marco en el que, al parecer, la realidad importa poco.
Hay que desearle buena suerte a la nueva izquierda latinoamericana. Quizá pueda contribuir a solucionar las muchas injusticias políticas a las que se enfrenta. Mientras tanto, la izquierda española que se encuentra a la izquierda de la socialdemocracia seguirá pensando que lo importante es la conservación de su marco ideológico y la posibilidad de que los latinoamericanos se arriesguen a llevar a cabo experimentos políticos que ella no quiere, o no puede, llevar a cabo aquí.