Ignacio Camacho-ABC
- El colapso político está generando un pesimismo ciudadano que se parece mucho a una crisis de confianza en el Estado
Si en este momento se produjera una catástrofe en España, otra riada, un terremoto, un megaincendio –y no digamos ya un atentado, toquen madera–, los españoles tenemos la certeza de que la oposición echaría la culpa al Gobierno y viceversa. Con razones o sin ellas, apelando a causas remotas si no encuentran ninguna directa. La política del enfrentamiento alcanza su máximo grado de crispación en las tragedias donde los partidos en conflicto dan rienda suelta a la pulsión cainita de arrojarse las víctimas a la cabeza; eso sí, con la anuencia de una parte de la sociedad sumida en ese estado de reclamación perpetua que el ensayista Robert Hughes denominó con acierto ‘la cultura de la queja’. Esa dinámica de confrontación ha provocado, como en Valencia, la justificada sensación popular de que no cabe esperar de las instituciones ninguna respuesta que no sea la destrucción recíproca y sus lógicas consecuencias sobre el crédito del sistema.
El resultado está a la vista: tardanza en la reparación de daños, elusión de responsabilidades propias y exageración de las del adversario, campañas de propaganda para ganar el relato y, sobre todo, una desoladora ausencia de empatía con los perjudicados que acaba generando peligrosas oleadas de malestar ciudadano. Nada de eso parece importar a los agentes públicos, cuya obcecación en los réditos electorales a corto plazo los incapacita para colaborar en la función esencial de su trabajo, que es la de ofrecer soluciones y amparo con todos los recursos materiales e inmateriales que estén en sus manos. El bloqueo administrativo, la desimplicación emocional o el oportunismo exhibido con desaprensiva falta de tacto generan en la población una corriente pesimista de irritación y desánimo que se parece mucho a una crisis de confianza en el Estado. La clase de desafección que anticipa el fracaso de la convivencia y el desanclaje de los vínculos democráticos.
La desatención a los problemas reales es el combustible de la antipolítica. Y se ha convertido en el principal rasgo característico de esta funesta etapa de sectarismo partidista. Eso que ahora se llama la ciudadanía –’la gente’ en el lenguaje populista– está dejando de creer en la lealtad y la eficacia de sus estructuras representativas y a ponderar con inquietante frecuencia la necesidad de empezar a organizarse por sí misma. Se vio en la dana valenciana y se volvió a apreciar este verano en los desastres forestales de Castilla y Galicia: grupos de cooperación espontánea ante el colapso de las autoridades legítimas. Resulta innecesario señalar el riesgo de ruptura institucional latente en este tipo de iniciativas. Pero cuando la más alta jerarquía ejecutiva se desentiende de su deber y pronuncia la frase maldita de «si quieren ayuda que la pidan», no cabe extrañarse de que surja un movimiento dispuesto a improvisar la autogestión de la soberanía.