Ignacio Varela-El Confidencial
- el triunfo de la oposición a la coalición monclovita ha sido tan resonante como el naufragio de lo que Rivera, antes de su suicidio político, dio en llamar “la banda de Sánchez”
El antisanchismo anda eufórico, y el oficialismo, deprimido, por el resultado de las elecciones del 4-M en Madrid. En ambos casos, tiene su lógica: el triunfo de la oposición a la coalición monclovita ha sido tan resonante como el naufragio de lo que Rivera, antes de su suicidio político, dio en llamar “la banda de Sánchez”.
Lo alarmante es que unos y otros parecen haber salido del envite con ganas de más jarana. Fue finalizar el recuento en Madrid y los sabuesos comenzaron a olfatear nuevas batallas electorales inmediatas. Unos, para transformar rápidamente su victoria en goleada; los otros, para buscar una revancha decisiva que corte de raíz la alternancia en el poder, que creían tener domeñada antes de que a alguien se le ocurriera la murcianada.
La convocatoria del 4-M en Madrid fue una mala idea en su origen y se transformó en una experiencia amarga y destructiva por su planteamiento y desarrollo. No recuerdo en nuestra historia democrática moderna una campaña con niveles similares de sectarismo rampante, zafiedad conceptual, violencia verbal, irracionalidad y navajerismo político. Desde el punto de vista de la convivencia civilizada y de la higiene democrática, España sale de esta cita aún más embarrada de lo que entró, que no era poco. Vencedores y derrotados solo comparten una cosa: el olor a ceniza y estiércol.
Tras el enloquecido año electoral de 2019 y la formación del Gobierno ‘sanchiglesista’, pareció que se abría un periodo prolongado para desarrollar una legislatura todo lo abrupta que se quisiera, pero libre de apremios electorales. La explosión pandémica hizo de ese calendario una bendición: con España entera convertida en un hospital —cuando no en una morgue— y en vísperas de una depresión económica colosal, nada podía haber más inconveniente para el interés general que meter en el cóctel una sucesión de batallas en las urnas.
Pero está claro que esta generación de políticos caníbales (en el sentido de que se alimentan de carne humana) está formada por yonquis de las elecciones. Y no por lo que estas conserven de ‘fiesta de la democracia’, sino por lo que hace de ellas aquelarre privilegiado de todas las ferocidades.
En plena pandemia, se votó en Galicia y en el País Vasco. A continuación, los nacionalistas catalanes fueron incapaces de elegir un presidente —ni siquiera lo intentaron seriamente— y provocaron otras elecciones mientras la tercera ola de los contagios se cebaba con la población. En los tres casos, para que siguieran mandando los mismos.
Con la cuarta ola, surgió la idea genial de empezar a derribar gobiernos del PP vía mociones de censura, y Ayuso encontró el pretexto para desatar un temporal político con epicentro en Madrid, pero con efectos en todo el país. El pendenciero Sánchez, que jamás hace ascos a una buena bronca, acudió gustoso a la balacera; y Pablo Iglesias, el ‘perfectus detritus’ de la izquierda española, se metió en el fango hasta el corvejón. De resultas de ello, el primero ha salido herido de pronóstico reservado (aunque, como todos los valientes, ya busca el subalterno que se coma su cornada) y el segundo ha pasado a ser el prejubilado más joven de España.
Mientras, ante la indiferencia general, los partes sanitarios siguieron recitando rutinariamente las cifras de contagiados, hospitalizados y muertos, y los INE, paro registrado y EPA informando periódicamente de empleos y empresas destruidas. Da igual: todos al barullo, el muerto al hoyo y el vivo al bollo.
El PP de Ayuso ganó de forma aplastante porque jugó sus cartas mejor que nadie. Eso creará en las próximas semanas un clima de euforia incontenible en un partido, el PP, y en el entorno de un líder, Pablo Casado, al que hace solo dos meses —tras la debacle de Cataluña— se le preparaba un entierro de segunda mientras se proclamaba la imbatibilidad del ‘cesar imperator’ Sánchez y su Rasputín monclovita. Así de ciclotímica es la política española.
Algunos en el PP fantasean con reproducir el fenómeno Ayuso, corregido y aumentado, con elecciones anticipadas
Antes de que termine la primavera veremos, en las encuestas nacionales, al PP a la altura del PSOE, si no superándolo. Ojo a los espejismos. Sin esperar a ese momento, ya se ha reactivado en ambos campos el frenesí electoral.
Algunos en el PP fantasean con reproducir el fenómeno Ayuso, corregido y aumentado, con un encadenamiento de elecciones anticipadas en todas sus plazas fuertes: Andalucía, Castilla y León, Murcia. Imaginan que otras tantas victorias contundentes dejarán al PSOE de Sánchez listo para el descabello. Al parecer, explicárselo a la población es lo de menos.
El primero en recibir el recado ha sido el propio Sánchez, que no está dispuesto a que un eventual movimiento ayusista de Moreno Bonilla le pille sin haber completado la tarea de pasar por la guillotina a Susana Díaz, y ha dado órdenes estrictas al verdugo de que acelere la ejecución por mucho que la rea patalee.
Dicen que en esa barahúnda el único que mantiene la cabeza templada es el presidente andaluz, cuyo proyecto (muy realizable), más que empavesar la expectativas de Casado, es dejar su partido instalado en San Telmo para un par de décadas.
Como en los grandes almacenes todo el año es Navidad, en Moncloa cada día es campaña electoral. Pero ahora, más que nunca. Allí ya solo se discute el momento menos malo para anticipar las elecciones generales. Con el otoño, vendrá la culminación de las vacunaciones y, como consecuencia, un repunte económico; después, quizá, problemas con Bruselas, posible quiebra de una coalición que sin Iglesias (y con Errejón reapareciendo en el horizonte) ya no será lo que fue, y más que probable marejada en Cataluña, con ERC atrapada por sus socios. Por eso ahí también han aparecido las prisas. El caso es tener siempre a mano un pretexto para mandar sin gobernar.
Así que entre las tentaciones del PP y las aprensiones del PSOE, podemos asistir a la pandemia más electorera —y por tanto, más navajera— de la historia conocida. En este fútbol de patadón practicado por tuercebotas, vendría mejor que nunca la consigna de don Alfredo: alguien que baje el balón al pasto y juegue con temple y la cabeza levantada. En el fútbol, eso lo hacen los centrocampistas, que es una especie que nos hemos ocupado de erradicar de la política española.
P.D: en Madrid encabezaron las listas tres mujeres y tres hombres. Ellas ocuparán el escaño para el que se presentaron. Ellos nunca tuvieron intención de hacerlo, y así les fue.