TOMAS DE LA QUADRA-SALCEDO-EL PAÍS
- Lo que eran exabruptos en el bar, sin apenas trascendencia social, ahora son excesos delictivos amplificados en el ciberespacio. Una democracia necesita debate, pero ¿aporta algo banalizar la violencia y la humillación?
El ingreso en prisión del rapero Pablo Hasél ha desencadenado numerosas y, con frecuencia, violentas protestas. El rapero ha sido condenado en dos sentencias. En la primera, a dos años de cárcel (suspendiéndose su ingreso en prisión por ser la primera vez) por enaltecimiento del terrorismo por letras de canciones y tuits justificando, entre muchas otras cosas, concretas acciones de tiros en la nuca. Es la segunda condena, a nueve meses y un día por enaltecimiento del terrorismo, confirmada en mayo de 2020, la que determina su ingreso en prisión por condena a nueve meses por enaltecimiento del terrorismo, aparte de penas de multa por injuriar a instituciones y a la Corona.
Podría dudarse de si la mayor parte de los tuits juzgados en esta segunda sentencia, que no en la primera, merecían reproche penal; sin embargo, no ofrece duda alguna en cuanto a la exaltación del terrorismo y humillación de las víctimas respecto al concreto tuit que dice: “Las manifestaciones son necesarias, pero no suficientes, apoyemos a quienes han ido más allá”, vinculando en el tuit esa frase con la fotografía de una terrorista condenada por haber mantenido secuestrado a Publio Cordón, muerto durante el secuestro sin que su cuerpo apareciese nunca.
En eso debe de consistir el “ir más allá” que ejemplifica la foto de la secuestradora para quien el rapero exige apoyo.
La condena ha suscitado una cuestión que preocupa en todo el mundo: los límites de la libertad de expresión en la sociedad digital de plataformas y redes sociales. El aumento de delitos de odio, exaltación o justificación del terrorismo no se debe a manía inquisitorial de jueces y fiscales, sino al aumento exponencial de ofensas en redes sociales donde se publica sin control editorial de nadie, salvo de su autor, a diferencia de los medios de comunicación tradicionales. Lo que antiguamente eran exabruptos en la barra del bar sin apenas trascendencia social, ahora son excesos delictivos que quedan amplificados en un ciberespacio eternamente público.
La libertad de expresión como derecho fundamental cumple, como ha dicho el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), una función esencial e institucional en una sociedad democrática al permitir el debate público sobre cualquier tema, lo que es garantía del orden político y del libre desarrollo y progreso personal y social. Tiene así un peso preferente en sus eventuales colisiones con otros derechos y bienes jurídicos, sin que pueda aplastar a estos sin más.
Esa función institucional de la libertad de expresión exige admitir las expresiones ofensivas, molestas o hirientes, pues a pesar de esos excesos formales o sustanciales sirven instrumentalmente al debate público cuando transmiten una posición de fondo legítima, por rechazable que ésta sea para los demás o la mayoría, al permitir expresar sus ideas y posiciones a las minorías sociales o políticas de hoy.
Pero esa dimensión institucional que alzaprima la libertad de expresión no podría invocarse cuando lo que se defiende es el secuestro, el tiro en la nuca, la humillación de las víctimas del terrorismo o el lenguaje del odio. Ese tipo de manifestaciones no caben en una sociedad democrática sin negar la esencia en que ella misma se funda: la dignidad de la persona.
La visión europea de la libertad de expresión (más rica que la de EE UU al equilibrarla con la dignidad de la persona y las exigencias de una sociedad democrática) inspirada en el artículo 10 del Convenio de Roma determina la legislación penal de sus firmantes; también la UE con su Directiva 2017/541 de lucha contra el terrorismo obliga a los Estados a penalizar como delito, no ya los actos terroristas mismos, sino los mensajes en redes que preconicen o hagan apología directa o indirectamente de actos terroristas.
El Convenio de Roma reconoce límites a los derechos, deslegitimando su abuso (artículo 17). El enaltecimiento del terrorismo o el discurso del odio desbordan la libertad de expresión, según Instrumentos del Consejo de Europa y jurisprudencia del TEDH.
La difícil articulación de derechos y libertades entre sí radica en que la determinación de si se han producido estos desbordamientos de la libertad de expresión depende de las circunstancias de cada caso: del contenido, de la forma de expresión, del contexto, de la finalidad, intención, etcétera. Circunstancias que pueden ser determinantes no sólo de la existencia de delito, sino también de cuán grave deba ser, en su caso, la pena y su naturaleza (prisión o multa). Pero la solución no puede consistir, en ningún país, en despenalizar cualquier conducta relacionada con la expresión, sino en abrir desde la ley a los tribunales el abanico de gradación, cuantía y naturaleza de las penas en función de esas concretas circunstancias, sin perjuicio, claro, de tener que excluir la sanción de aquello que se puede realmente considerar amparado en la libertad de expresión. Ninguna ley puede, desde ella misma, dar respuesta a los infinitos discursos que surgen de unas redes sociales sin reglas editoriales: sólo la Justicia.
Algunos aluden, con fundamento en doctrina del TEDH, a que la inseguridad sobre los límites de lo que se puede o no decir aconseja, para no desalentar la libertad de expresión, abolir las penas de prisión en todo lo relacionado con los delitos de opinión hasta dejarlo solo en multas, como ya ocurre en algunos casos; incluso algunos sostienen que se debe despenalizar absolutamente. Se puede propiciar así una improcedente deriva libertaria que exige, para empezar, preguntarse por la utilidad para el debate público de determinados discursos: ¿se pierde realmente algo del debate público necesario en una sociedad democrática cuando es posible mantener la misma crítica con toda la dureza que se quiera de fondo, pero desanimando no tal crítica, sino los argumentos de tiros o secuestros o humillación a las víctimas?
Ciertamente es claro que cabe debatir sobre la necesidad de modular, en su caso, la naturaleza (prisión o multa) y cuantía (leve, grave o muy grave) de la sanción penal que se deba imponer ante expresiones no amparadas en la libertad de expresión; o sobre el propio contenido amparado por ésta atendiendo a si las concretas expresiones preconizan, directa o indirectamente, actos de terrorismo o suponen un riesgo real de materialización de las conductas violentas propugnadas; o sobre la existencia de víctimas o grupos vulnerables que puedan sentirse humillados o desprotegidos.
La dificultad de la ponderación estará siempre presente por la enorme diversidad de situaciones que, con tanta frecuencia, afronta la justicia. Baste con recordar la contemplada por el Tribunal Constitucional (STC 35/2020) que anuló una sentencia del Tribunal Supremo que condenaba a otro rapero por enaltecimiento y humillación de víctimas del terrorismo al proponer un nuevo secuestro de Ortega Lara, mantenido por ETA en un zulo 532 días. Desde luego parece humillación que a una víctima le restrieguen su terrible padecimiento que implica banalizarlo y, en cierta forma, justificarlo.
La anulación se debió a razones formales por falta de suficiente ponderación en la sentencia del Supremo de los derechos enfrentados, pero ello nos ha dejado sin saber si reclamar un nuevo secuestro de una víctima merece sanción penal (independientemente de la naturaleza o cuantía de la pena). Y esa ausencia de respuesta muestra la importancia del asunto. No se trata ya de si hay expresiones que humillan a una víctima del terrorismo o cómo de humillada se siente ésta porque se banalice su sufrimiento. Se trata de saber, como ciudadanos de una democracia, si debemos admitir que no haya límites a la banalización del sufrimiento de una víctima del terrorismo, sacrificado en aras de una supuesta libertad de expresión o en obsequio, incluso, de las ocurrencias de un rapero que no aporten absolutamente nada al debate público en una sociedad democrática.
Tomás de la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo es catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III y exministro de Justicia.