Isisdoro Tapia-El Confidencial

Un ministro del Interior no puede cesar a un mando de la Guardia Civil por negarse a revelar información de una investigación​ sobre el Gobierno. Es el tuétano de la separación entre poderes

Cuando Woodrow Wilson acudió al Congreso norteamericano en junio de 1913, hacía más de un siglo que un presidente norteamericano no pisaba la cámara de representantes. En concreto, desde la presidencia de Thomas Jefferson a principios del siglo XIX. Una manera, extrema pero inapelable, de respetar la separación entre el poder legislativo y el ejecutivo.

Poco tiempo después se vivió otro episodio simbolizando la feroz separación entre poderes en EEUU. En 1936, Franklin Delano Roosevelt había ganado sus segundas elecciones con el mayor apoyo popular nunca registrado. La victoria demócrata fue tan apabullante que cuando el Senado se volvió a reunir, los senadores demócratas se vieron obligados a ocupar los asientos tradicionalmente reservados a los republicanos. La mayoría demócrata, tanto en el Senado como en el Congreso, era de cuatro a uno. Roosevelt aprovechó su inmensa popularidad para impulsar una controvertida ley que le permitía sustituir a los jueces en el Tribunal Supremo por encima de la edad de 70 años, asegurándose el control del alto tribunal, con quien había colisionado en algunas medidas del New Deal. Inicialmente, se pensaba que la nueva ley se aprobaría sin dificultades. La inmensa popularidad del presidente coincidía entonces con una etapa en la que se veía con buenos ojos los Ejecutivos fuertes. Pero hasta el presidente más popular, en el periodo histórico más excepcional, chocó en hueso. Algo se revolvió en los cimientos institucionales de EEUU. La ley empezó a recibir algunas críticas en la prensa, luego entre la oposición política y finalmente también entre los partidarios de Roosevelt. Finalmente, la ley fue rechazada en el Senado por 70 votos contra 20.

En España, la separación de poderes nunca gozó de tan buena salud. Un ilustre socialista la declaró exánime a mediados de los ochenta. En realidad, hay una parte de leyenda en torno a esta historia. Al entonces todopoderoso vicepresidente, Alfonso Guerra, le preguntaron qué haría el Gobierno ante la posibilidad de que el Tribunal Constitucional anulase la ley del aborto socialista, dejando en un limbo penal a las centenares de mujeres que habían abortado acogiéndose a uno de sus supuestos. Guerra respondió que el Gobierno “pondría en marcha la máquina de conceder indultos”. Preguntado por el periodista si no comprometería así la separación entre el poder ejecutivo y el judicial, Guerra se enredó explicando que en tiempos del ilustre pensador francés no existía un tribunal de garantías constitucionales (entre otras cosas, porque no existían constituciones). Y la leyenda hizo el resto.

 La tercera muerte de Montesquieu está siendo más rápida, casi fugaz. Vivimos tiempos excepcionales, sin duda. Llevamos meses encerrados en nuestras casas; en EEUU, Trump amenaza con desplegar el ejército, mientras en España el Congreso se dispone a votar la sexta extensión del estado de alarma. Francia aprueba una ‘app’ que centralizará la información sobre la movilidad de sus ciudadanos. Todas las reservas sobre la privacidad en nuestras comunicaciones se han evaporado de repente. El “temor a la muerte ha avasallado nuestros escrúpulos liberales”, declaraba el politólogo Adam Przeworski a Pablo Suanzes en una magnífica entrevista (tanto en las respuestas como en las preguntas) el pasado fin de semana. La crisis del coronavirus es la distopía que tantas veces se nos anunció, pero que nunca terminó de llegar. Es el efecto 2000, o la plaga de avispas asesinas. Solo que esta vez no ha sido un simple aviso; por el camino, han caído conocidos, amigos, familiares. Nosotros mismos hemos sentido el miedo de cerca.

Pero incluso en las circunstancias más excepcionales, en los momentos más dramáticos, hay ocasiones en que debemos trazar una línea en el suelo y decir basta. Durante las últimas semanas, hemos tolerado que el CIS cuestione la conveniencia de mantener la libertad de prensa, porque son ‘las cosas de Tezanos’. Hemos aceptado el tono belicoso del presidente del Gobierno en sus sermones dominicales, porque son ‘las cosas de Iván Redondo’. O que el vicepresidente segundo del Gobierno acuse al tercer partido del Congreso de querer dar un golpe de Estado, porque son ‘las cosas de Iglesias’. Pero hay veces que las cosas de Tezanos, las de Sánchez, Redondo e Iglesias, se convierten en las cosas de todos. Un ministro del Interior no puede cesar a un mando de la Guardia Civil por negarse a revelar información relativa a una investigación en marcha sobre el propio Gobierno. Punto. Es el tuétano de la separación entre poderes. Si consentimos que esto suceda, estaremos consintiendo cualquier cosa que venga después.

El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, debe ofrecer alguna explicación más convincente que las que ha balbuceado hasta ahora. Si no es capaz de hacerlo, debe dimitir inmediatamente. Y con él, la directora general de la Guardia Civil, María Gámez. Cuanto más tiempo permanezcan en sus cargos, no solo prolongarán su agonía e inevitable final; también más daño harán a su propio Gobierno. Y, sobre todo, más habrán contribuido al deterioro de nuestras instituciones. No deja de ser una triste señal que esta vez la estocada al Estado de derecho no venga de un político incendiario, ni de un preconcebido plan soberanista, sino de un juez de carrera como Marlaska. Veremos si esta vez Montesquieu resiste el fuego amigo.