Miquel Escudero-El Correo

Con sólo 19 años, Edward O. Wilson ya era considerado un experto consumado en hormigas; dedicó toda su atención a su sueño infantil y aprendió con asombro, gusto y provecho. Alabama, ciudad donde estudiaba, le encargó entonces, en 1948, que estudiase la rápida expansión de las hormigas, que cartografiara su propagación y que evaluara el daño que causaban al favorecer el aumento de pulgones. Se estima que hay en la Tierra un millón de veces más hormigas que seres humanos, y que el peso de todos estos juntos iguala al que suman todas ellas.

Hay miles de especies, entre ellas las caseras. Wilson, catedrático de Harvard, explicaba que éstas no portan enfermedades y que les encantan la miel, el agua azucarada, los frutos secos picados y el atún en lata. Las hormigas, en general, son «las criaturas más belicosas del planeta» y decía que si dispusieran de armas nucleares habrían volado el planeta en una semana.

Hubo plagas de hormigas que acribillaron a seres humanos con nubes de ácido fórmico. Aún en el caso de empapar con pesticida un terreno, una sola colonia de hormigas de fuego que se salvara produciría cientos de reinas aladas, capaces cada una de ellas de volar más de ocho kilómetros para establecer una nueva colonia. Por este hecho, Wilson calificó una fumigación masiva que se dio en EE UU como «el Vietnam de la entomología».

La vida social de sus colonias está bajo el control de las hembras. De fertilidad prodigiosa, la reina madre tiene una especie de saco en su abdomen, donde lleva los espermatozoides obtenidos tras aparearse: se llama espermateca. Ella puede escoger el sexo del huevo. Y la vida sigue con ambos sexos.