LA TOALLA

  • IGNACIO CAMACHO-ABC
  • Sería un error ingenuo confiar en que, aunque Puigdemont descarrile, vaya a descarrilar también el «proceso»

ESOS mensajes, los de Puchimón a su compañero de fuga, pueden haberse conocido por descuido o adrede, fruto de una faena del receptor a su jefe. Pero lo importante es que son auténticos y que, salvo alambicadísima jugada del expresidente, revelan que se siente perdedor y en un estado de ánimo mustio y débil. Lo bastante para compartirlo con un miembro del partido rival, el que lo quiere tirar por la borda fingiendo estar con él a muerte. Son –insisto, a menos que se trate de una retorcida argucia– la confesión de un hombre que se descubre al final del camino hacia ninguna parte, abandonado por los suyos, inerme, frustrado en el amargo despertar de un sueño adolescente.

Son también el testimonio de la cruenta guerra interna del independentismo, evidente para cualquiera que no se haya creado y creído su propia patraña. En su huida hacia adelante, Puigdemont ha sobreestimado el valor de sus cartas. La euforia del resultado electoral le ha despistado, haciéndole olvidar a quién se enfrentaba. Que no era sólo al Estado, con todo su aparato institucional, sino a un adversario de su mismo bando que se llama Esquerra Republicana. Un partido que tiene a su líder en la cárcel, rezando en la celda y haciéndose él mismo la cama, y que no va a perdonar que el fugado le ganase el tirón sin cobrarse la venganza. Desde el momento mismo del recuento, toda la estrategia de ERC ha consistido en aparentar lealtad al «legítimo presidente» y al mismo tiempo conspirar para metérsela doblada.

Exultante en su aventura belga, Puchi no lo comprendió hasta el martes, cuando Roger Torrent, un pata negra de Esquerra, desconvocó el pleno de investidura en el Parlamento. El Constitucional le había dejado en bandeja el pretexto: el Estado opresor no nos deja, qué mala suerte, y para salvar el poder hay que buscar, qué remedio, un candidato de dentro. Al prófugo lo dejan colgado aunque, eso sí, le rendirán formalmente muchas muestras de respeto. Quizá la cena de Estremera, con sus hamburguesas requemadas, nunca le haya sabido mejor a cierto preso.

Sería un error ingenuo, sin embargo, creer que aunque Puigdemont descarrile va a descarrilar también el «proceso». Es pronto para echar las campanas a voleo: el nacionalismo nunca tira la toalla porque no tiene razón de ser sin su proyecto. Sea cual sea el desenlace del bloqueo, retomará el único plan que tiene remodelando los plazos y adaptando los tiempos. Después de meses volcados en la ruptura, los separatistas carecen de programa de gobierno, ni les importa mientras puedan vivir de una quimera o de un anhelo.

Gozan para ello de una ventaja: sus votantes forman un bloque mineral, granítico, compacto. Impermeable a la realidad, blindado en el mito del agravio. A diferencia del prófugo errante, envuelto en la melancolía del abandono, son inmunes al desengaño. Y ni siquiera van a aceptar que los han traicionado.