José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
Contemplar en la concentración de Perpiñán a los separatistas que el miércoles parlamentaban en la Moncloa demuestra que hemos entrado en un proceso de deconstrucción constitucional
La campaña electoral de las catalanas empieza este sábado en Perpiñán (Francia) con una concentración separatista a mayor gloria de Carles Puigdemont. Se trata de un mitin de reformulados trabucaires, que eran facciosos catalanes armados de trabucos del siglo XVIII y hoy son una representación folclórica aunque mantiene resabios integristas, reaccionarios y carlistas. La propia ciudad de Perpiñán, capital del Rosellón, fue el escenario de un célebre proceso a las partidas de trabucaires durante la segunda guerra carlista (1846-49). Así que el escenario territorial de la concentración —una trabucada— es perfecta para enmarcar el significado del evento: una masa de secesionistas que han abandonado el cosmopolitismo barcelonés y están más cerca de esa Cataluña interior —de la que procede el fugado expresidente de la Generalitat— un territorio apegado a lo propio, con inclinación a la endogamia cultural y reactivo a los cambios y las nuevas tendencias. Todo eso es lo que —debidamente actualizado— triunfa con el independentismo catalán que se ha convertido en un fenómeno regresivo por populista.
Están en la llamada Cataluña norte (como los nacionalistas vascos denominan a las provincias vasco-francesas Euskadi norte o Iparralde) una buena parte de la delegación catalana (frente a la «española») que se sentó en la mesa de diálogo —un eufemismo— el pasado miércoles en la Moncloa. Padece así la dignidad del Gobierno, que recibió a Torra con una obsequiosidad ridícula muy pocas horas antes de que participase el jueves en la reapertura de la delegación de la Generalitat en Lisboa, que fue clausurada durante la vigencia de las medidas amparadas en la aplicación del 155 que el Senado respaldó con el apoyo —¿recuerdan?— de Pedro Sánchez, el insomne con la entrada de Podemos en el Consejo de Ministros, ese político firme que jamás se apoyaría en los independentismos.
Desde Perpiñán, Puigdemont desafía a sus adversarios independentistas que ya no son solo los republicanos —aunque alguno habrá en la concentración— en la pelea por la hegemonía separatista. También desafía a los catalanistas que reclaman la soberanía pero quieren regresar a los modos de la extinta CiU conjurados para que el país no se les vaya por el sumidero insurreccional permanente que mantiene Torra como vicario del «legítimo» Puigdemont. Y desafía al Gobierno porque las tesis del expresidente de la Generalitat consisten en «joder a España» (sic), bloquearla y sostener un conflicto que convulsione al país entero, sabiendo que Cataluña es una comunidad sistémica para el conjunto español.
El Ejecutivo de Sánchez contempla en silencio la concentración en Perpiñán porque ni quiere ni puede hacer otra cosa. ¿Cómo podría hacerlo si varios de sus interlocutores (Torra, Artadi, Puigneró y Rius) del pasado miércoles estarán en la primera fila palmeando al expresidente fugado y otro, Josep María Jové procesado este viernes por tres delitos? El Ejecutivo de Sánchez o está en la indignidad política o está en el ridículo o está en la complicidad. Lo más inquietante es que se haya instalado en el cálculo: el independentismo, al que el Gobierno nutre de contrargumentos para impugnar con comodidad la naturaleza democrática del Estado, se está convirtiendo en un instrumento de deslegitimación del sistema constitucional.
A este objetivo concurren algunas de las políticas de este irreconocible PSOE —lo es para Felipe González y otros muchos exdirigentes— porque la coalición gobernante se ha adentrado en una senda de regresión constitucional, de tránsito hacia un nuevo modelo estatal en el que la monarquía parlamentaria y el sistema autonómico de distribución de poder —los dos pactos constituyentes esenciales, con el elenco de derechos y libertades— son realidades jurídico-políticas cada vez más precarias. Nunca había existido en España —según el último baremo del CIS— una percepción de que el PSOE se situase más a la izquierda (3,7). Un dato que supone un desplazamiento del socialismo de Sánchez a los márgenes del territorio de militancia ideológica mayoritaria de la sociedad española.
Sánchez e Iglesias son socios del separatismo catalán y de ‘abertzalismo’ vasco. Invistieron al socialista y acaban de franquearle la senda de elaboración de los Presupuestos. El líder de Podemos ha logrado que Sánchez le granjee su presencia en el llamado «Estado profundo» (el conocido en politología como el «Deep State»), sentándole en la Comisión Delegada para Asuntos de Inteligencia que es la que coordina los servicios de información y que, por lo tanto, controla el CNI. Una presencia permanente que no está prevista en la ley reguladora de 2002 del Centro Nacional de Inteligencia.
España camina hacia un horizonte constitucional desconocido con unas políticas sin antecedentes —por incoherentes y contradictorias— en las que convergen los gobernantes del Estado con los más acérrimos partidarios de su destrucción. En nuestro país ha sido una tradición funesta, y que ahora se repite, la de convertir la política en una impostura. La sublevación cantonal de 1873 fue un factor determinante en el desplome de la I República y muchos de los que la aclamaron fueron federalistas convencidos. La rebelión catalana de 1934, precipitó el fin de la II República pese a que los separatistas de Companys se proclamaban «republicanos federalistas».
Por esos senderos de frustración deambula ahora la política española. Contemplar hoy, con Puigdemont en la trabucada de Perpiñán, a los que parlamentaban en la Moncloa el miércoles, y seguirán haciéndolo, resulta un síntoma inquietante de que hemos entrado, claramente, en un proceso de deconstrucción constitucional.