- Cincuenta años después resucitan al dictador con el afán de revivir el fantasma tenebroso de las dos Españas, mientras excarcelan a los pistoleros de ETA
Desde 1975 hasta que, acorralada por las Fuerzas de Seguridad del Estado, depuso las armas, la banda terrorista ETA asesinó a 699 personas. Ninguna de ellas merecerá reconocimiento alguno a lo largo de los doce próximos meses, pese a que perdieron la vida a manos de los totalitarios que pretendían estrangular la democracia. Este año, tendremos dictador hasta en la sopa, pero en los actos que ha organizado el Gobierno no habrá lugar alguno para la honra y justicia hacia los caídos en nombre de la concordia, la ley o la Constitución. Tampoco consuelo para sus olvidadas familias.
Cincuenta años después de la muerte de Franco en su cama, resucitan al dictador con el afán de revivir el fantasma tenebroso de las dos Españas, excarcelan a los pistoleros y encumbran a sus herederos políticos otorgándoles estatus de socios parlamentarios con la cartela de progresista colgada —qué vil ironía—, mientras echan al olvido los nombres de los que se jugaron el tipo y los que se dejaron el alma en la lucha por la libertad. Los jóvenes de hoy conocerán con todo lujo de detalles, con extrema profusión los más perversos, del hombre que ostentó el poder durante más de medio siglo, pero nada sabrán de los militares, guardias civiles, policías, jueces, fiscales, abogados, periodistas, empresarios, políticos o meros ciudadanos de a pie que cayeron muertos con un tiro en la nuca, por la espalda o destrozados por una bomba por el simple hecho de trabajar para garantizar el modelo de derechos consagrado en la Carta Magna que votaron sus abuelos.
Una ignominia de ese calibre tiene siempre un precio. Tanto para los dirigentes que la perpetran, como para la sociedad que la ampara, la tolera o legitima. Por eso, constituye una exigencia ética darle cumplida respuesta.
Sospecho que el Gobierno espera y desea que, a cada acto contra Franco, una parte de la población responda con una encendida defensa de las políticas del dictador, si no son las presas, será la vivienda o la paga del 18 de julio. Es la trampa saducea que tiene el fin de colocar a cada cual, incluido si no logra zafarse, al titular de la Corona, a uno u otro lado del muro que dibujó Pedro Sánchez en su discurso de investidura. Todo con el fin de llegar a la próxima batalla electoral, cuando le convenga al inquilino de la Moncloa, con el país levantado en armas, al menos dialécticas.
Y, sin embargo, la mejor respuesta al dislate con el que pretenden desperdiciar para España otro año de poder —que no de Gobierno, porque, más allá de subir impuestos a mansalva, no gobiernan— es más democracia. A cada aquelarre organizado por la Moncloa, una fiesta para celebrar la Transición, la ley, los derechos y libertades de los que aún disfrutamos, aunque corran serios riesgos. A cada evento necrófilo montado por los que nos gobiernan, una fiesta para honrar y celebrar la vida de los servidores públicos que dieron hasta su último aliento para preservar el modelo de convivencia que preside la vida pública. Es la honra y la memoria de su sacrificio lo que nos dignifica.