ABC-IGNACIO CAMACHO

Las encuestas sobre el apoyo social del independentismo alimentan la fantasía de un sujeto soberano ficticio

SER partidario de la independencia de Cataluña es la expresión de un deseo. Y los deseos, en democracia, se pueden manifestar libremente por cualquier medio, pero por sí solos no generan derechos. Para esto es menester convertirlos en ley por voluntad de la mayoría del pueblo. En España, ese pueblo es el español, el titular del poder constituyente y el único sujeto soberano cierto. A efectos jurídicos, el pueblo catalán carece de reconocimiento más allá del marco territorial y competencial establecido en los estatutos y demás normas de autogobierno. Por tanto, resulta irrelevante que el número de catalanes favorables a la secesión crezca más o menos; la ruptura de la integridad del Estado no es posible en el actual ordenamiento y no depende de ningún tanto por ciento. Bueno, sí: depende del porcentaje de españoles que estén dispuestos a amputarse una parte de su soberanía para satisfacer a los separatistas en su empeño. Y no parece que sean muchos, de momento.

Los medios de comunicación han destacado esta semana que, por primera vez desde la fase crítica del procés, el apoyo social del independentismo en Cataluña es unas décimas inferior al de la convivencia unitaria. Está bien: siempre es mejor una noticia buena que mala, pero sigue siendo, en términos constitucionales, un asunto de escasa importancia. Porque la cuestión que ni siquiera entienden muchos políticos es que el conflicto secesionista no puede enfocarse desde una perspectiva aritmética o demoscópica sino desde la de la fuente legítima del poder y del Derecho en una sociedad democrática. El meollo es el de la definición de pueblo, el concepto de «we, the people» de la Constitución americana. En la nuestra, esa base fundacional de la nación, esa autoridad suprema, es el conjunto de los ciudadanos de España. Es a ellos a quienes hay que preguntarles; las encuestas que sólo contemplen universos parciales, segmentados, distorsionan el panorama y arrojan una visión desenfocada que sólo contribuye a que el separatismo continúe con su delirante matraca. La autodeterminación, sean pocos o muchos los que la deseen, es un fake, una invención abstracta, un derecho fantasma.

Claro que existe un problema político en esa altísima proporción de catalanes que sueña con establecer su propio destino. Y aumentará mientras cierta dirigencia pública, en vez de refutar el equívoco, alimente de forma consciente o inconsciente la hipótesis de un escenario ficticio. Ése es el error letal de Iceta cuando acepta el marco mental del nacionalismo y le señala una cifra de masa crítica necesaria para alcanzar su objetivo. La independencia es un desafío que se combate con pedagogía y con consistencia de principios, no con fantasías ni guiños. Y hacen falta en la política adultos capaces de contradecir los caprichos de una comunidad infantilizada por la persistente sugestión de un mito.