- El objetivo político del progresismo no debería consistir solo en dar ánimos, cohesionar y ofrecer esperanza a sus bases. Es una estrategia ruinosa para él
“Lo que era imposible hasta hace poco, ahora es posible. Una pequeña alegría para el país que queremos”, dijo la vicepresidenta Yolanda Díaz tras la primera sesión del debate sobre el estado de la nación. “Golpe de timón progresista”, dijo Jaume Asens, presidente del grupo de Unidas Podemos. “Valoramos muy positivamente el discurso, los anuncios y el giro que ha llevado a cabo el Gobierno”, dijo Pablo Echenique.
No sabemos si las medidas anunciadas ayer y anteayer por el presidente del Gobierno van a ser efectivas. Pero sí han conseguido algo que parece ser el principal objetivo de la izquierda desde hace, por lo menos, ocho años: que la izquierda pueda ilusionarse, esperanzarse y ver una luz cada vez que cae en el desánimo. Un objetivo más emocional que político.
Sánchez defiende la inversión pública en su respuesta a la crisis
La dinámica de ese proceso consiste en ciclos de ilusión y desilusión. En 2014, la izquierda se ilusionó con la aparición de Podemos. En 2016, se desilusionó con la salida de Pedro Sánchez de la secretaría general del PSOE. Pero se volvió a ilusionar cuando la recuperó en verano de 2017. La ilusión máxima, por supuesto, se alcanzó un año después, con la moción de censura, cuando una coalición que en aquel momento parecía circunstancial expulsó a la derecha del poder y llevó a la presidencia a Sánchez. Pero la ilusión duró poco: su primer Gobierno no era tan de izquierdas como debería; pero era ilusionante, eso sí, que estuviera formado por más mujeres que hombres, aunque fueran mujeres neoliberales. En abril de 2019 volvió la ilusión cuando las fuerzas de izquierdas y nacionalistas obtuvieron la mayoría frente a la derecha. Pero se desvaneció rápido: PSOE y Podemos no lograron alcanzar un pacto. Volvió la ilusión en enero de 2020, cuando sí fueron capaces de cerrarlo.
A partir de entonces, los ciclos se han acelerado: la alternancia entre la esperanza y la desesperanza no requiere meses, sino semanas. A veces días. La desilusión por la difícil viabilidad del Gobierno de izquierdas fue máxima a consecuencia de las discrepancias en torno a la invasión rusa de Ucrania y cristalizaron en la cumbre de la OTAN en Madrid del 29 y el 30 de junio. Pero el 8 de julio Yolanda Díaz presentó su nuevo proyecto. “Sumar ya es una realidad, y arranca con un éxito de convocatoria que desbordó a sus organizadores”, afirmó Carlos Cué en ‘El País’. ¡Volvía la ilusión! Luego se produjo otro breve episodio de desesperanza, que apenas duró unos días: ¿sería el debate sobre el estado de la nación el escenario de la ruptura definitiva de la frágil coalición? ¡No! “Lo que era imposible hasta hace poco, ahora es posible”.
El objetivo: el bienestar emotivo
Estos ciclos intensos y rápidos, que los medios progresistas siguen, y en parte provocan, con un celo casi teológico, son un desastre para la izquierda. No solo por la imagen de constante inestabilidad que dan, sino porque han alterado profundamente la manera en que esa izquierda entiende la manera de poner en práctica su proyecto político.
Cualquier formación política que pretenda desplegar su visión ideológica del mundo debería idear una estrategia a medio plazo para transformar gradualmente la realidad, asumiendo que existirán problemas en el proceso —más aún si se carece de una mayoría sólida— y habrá que tener cierta paciencia y pensar a años vista. Sin embargo, parece que ahora la izquierda española no considera así el tiempo, sino como una sucesión rápida de ventanas de oportunidad que se abren y cierran, y que hay que aprovechar a la desesperada para infundir ánimo, generar cohesión y dar esperanzas a los votantes, los columnistas y los cargos de izquierdas.
Por supuesto, esto se impulsa mediante la proclamación de medidas políticas de aspecto inequívocamente izquierdista: como anunció o recordó el presidente ayer y anteayer, los impuestos a los bancos y a las eléctricas, las ayudas para usar el transporte público o los topes a los precios de la energía. Es posible que algunas de estas medidas sean beneficiosas. Pero como se idean para adoptarse con rapidez, mientras la ventana de oportunidad sigue abierta, en ocasiones están mal concebidas (véase el efecto de la bonificación de la gasolina y el gasóleo) o, como quizá pase con el impuesto a la banca, ni siquiera llegan a aprobarse, como sugirió ayer el PNV. Por supuesto, el Gobierno desea que la crisis pase cuanto antes, sus propósitos son legítimos y en ocasiones sus medidas acertadas. Pero aunque el objetivo tangible sea reducir la inflación, la intención es generar un poco de bienestar emotivo y de cohesión ideológica. Hasta el próximo cambio de ciclo.
Es evidente que las crisis, sobre todo cuando no se comprenden bien por su naturaleza novedosa, refuerzan esta dinámica. En el último año de su mandato, cuando la crisis financiera estaba mudando en una crisis de deuda para acabar siendo una crisis del euro, el presidente Rodríguez Zapatero adoptó la dinámica de anunciar medidas y más medidas, incluidos cambios en el Ejecutivo, para dar la impresión de que el Gobierno era rápido, sabía lo que hacía y solventaría los problemas económicos de España no quedándose quieto ni un momento. Hay algo de eso en lo que está sucediendo ahora, en medio de una crisis inflacionaria, energética y climática. Pero la dinámica de la izquierda española desde 2014 hace que las cosas vayan más allá.
Los discursos sobre el nacimiento de Sumar, el proyecto político de Yolanda Díaz, tienen muchas veces el tono de las técnicas de automotivación y autoayuda: “Alguien tiene que ocuparse de la esperanza”, dijo Díaz, citando al escritor Manuel Rivas, en su acto de presentación en el Matadero de Madrid. Algunos diputados del PSOE estaban ayer satisfechos porque las intervenciones del presidente en el debate eran “un balón de oxígeno”, un aldabonazo que la izquierda necesitaba “como el comer”, según recogió ayer Iván Gil en su crónica.
Son sentimientos comprensibles desde un punto de vista humano: es mejor estar ilusionado y esperanzado que lo contrario. Pero convertir la política en un mero ciclo de emociones, de ventanas de oportunidad, de dinámicas de desafección exagerada y cohesión efímera es una pésima estrategia, no ya para salir de una crisis como la actual, sino para desplegar un proyecto de izquierdas viable a medio plazo.