Daniel Ramírez-El Español
 

El engaño es demasiado elemental. Demasiado fácil. Incluso demasiado estúpido. Esta es la historia de dos políticos encantados de haberse conocido. De dos hombres que no habrían alcanzado el éxito político de no haber cruzado sus caminos. Son dos tipos que han vuelto a abrazarse a las puertas de unas elecciones porque se pronosticaban muertos. Pedro Sánchez y Santiago Abascal.

El presidente de Argentina es sólo el actor secundario de una maniobra que suscita vergüenza ajena. Desmiguemos.

Óscar Puente, ministro del Gobierno de España, llamó drogadicto en público a Javier Milei. Lo hizo porque sabía que el presidente argentino es como él, de mecha corta, incontenible.

Puente es mucho más listo de lo que sus rivales proclaman. Sabe de la necesidad de levantar un enemigo real de extrema derecha. Vox se estaba hundiendo cada vez que se abrían las urnas. El último éxito de Abascal ha sido un empate en Cataluña con los resultados que consiguieron en 2021. Si el agua de la olla se templa, Sánchez se ahoga.

La supervivencia del Gobierno sólo se entiende si el ciudadano puede percibir algo parecido a un país donde la extrema derecha puede realmente acceder al poder. Y lo único que podría acabar con Sánchez sería la llegada a la Moncloa de un Feijóo en solitario. En ese contexto hay que interpretar la salida de Puente al centro del ruedo, enseñando el capote a su alma gemela argentina.

Milei lo tenía preparado. Llevó escritas todas y cada una de las palabras que pronunció en el cónclave de Vox. Milei decepcionó porque los populistas más eficaces son capaces de enardecer a la gente sin papeles. Como Pablo Iglesias, como Santiago Abascal. Pero salió al escenario y se puso a leer. Y leyó lo de «la mujer corrupta». Ese instante puso en pie a los presentes y seguro que a los fontaneros de Moncloa.

Acababa de surtir efecto el conjuro. La extrema derecha demostraba con alguien de carne y hueso que puede alcanzar el poder. Y el Gobierno de España tenía una razón de carne y hueso para poner a sonar las alarmas de las ciudades. La extrema derecha puede llegar al poder y «acabar con la democracia».

Escribo, por supuesto, criticando las palabras de Milei, que son de todo punto lamentables. El jefe del Estado de un país hermano endosando un delito a la mujer del presidente español… que ni siquiera está acusada de tal cosa.

Pero conviene que nos detengamos en la reacción de Moncloa. El ministro Albares compareció sin preguntas (no fuera algún periodista a recordarle que empezaron ellos llamando drogadicto a Milei) y acusó al líder argentino de agredir la soberanía nacional española.

Otra vez una hipérbole delirante. ¿En la cabeza de quién puede caber que un insulto a la mujer del presidente del Gobierno sea una agresión a la soberanía nacional y a la democracia? Moncloa incluye en la fachosfera a quienes, afeando las palabras de Milei, diagnosticamos una «sobreactuación» en el Consejo de Ministros.

Porque, si no se apunta esa sobrerreacción, ¿qué diremos cuando, un día, alguien agreda verdaderamente la soberanía nacional española? Pero sólo una respuesta así hace que el conjuro funcione en algunos sectores de la sociedad.

Imaginemos que, en lugar de decir lo que dijo, el ministro de Exteriores, José Manuel Albares, hubiese dicho: «Las palabras del presidente Milei son una vergüenza. Ha atribuido un delito a la mujer del señor Sánchez. Le reclamamos inmediatamente que pida disculpas». Incluso que hubiese añadido: «Esa manera de confundir realidad y ficción es típica de la extrema derecha».

No sería lo mismo. Sánchez necesita el ulular de las ambulancias que salvan la democracia recorriendo la ciudad. Y ya lo hacen. En plena coordinación con los medios de comunicación más cercanos a la Moncloa. Sánchez se parece a Milei cuando define a su familia como la encarnación de la democracia.

Si no saliéramos a la calle y construyéramos nuestra percepción de la realidad con las palabras de Sánchez (y de Abascal), imaginaríamos un país al borde de una guerra. Un lugar donde la agresividad verbal impide la normal relación en los bares, los trenes y los autobuses.

Pero, por fortuna, no es así.

La pinza PSOE-Vox operará a pleno rendimiento de aquí hasta el segundo fin de semana de junio, cuando se celebrarán las elecciones europeas. Hasta entonces, nos pudriremos escribiendo esa contienda tan artificial entre «fascistas y demócratas».

El engaño es demasiado elemental. Demasiado fácil. Pero, por un misterio que se nos escapa, funciona. Probablemente ese sea el principal pecado periodístico hoy. La incapacidad para detectar por qué funciona. ¿Y si lo hace porque nosotros no hacemos más que amplificar ese delirio?