Isabel San Sebastián-ABC

  • El Rey está hoy más indefenso ante los ataques lanzados por la extrema izquierda con el beneplácito hipócrita del PSOE

El Gobierno ha ganado una batalla crucial en la guerra que libra contra la Constitución garante de una España unida de ciudadanos libres e iguales. El Gobierno encabezado por Pedro Sánchez, y no Iglesias, o Podemos, o el separatismo, o cualquier otro elemento ajeno al socialista que lo preside. Los socios Frankenstein del veraneante en un palacio cedido al Estado por don Juan Carlos están evidentemente encantados con su expulsión del país, pero es él, Sánchez, quien lideró desde un principio la ofensiva destinada a forzar el destierro del Rey Emérito, que es tanto como decir el destierro de la Transición, del viaje ejemplar de la Ley a la Ley a través de la Ley que condujo a los españoles de la dictadura a la democracia sin más derramamiento de sangre que el causado por el terrorismo, en su inmensa mayoría etarra.

Al Gobierno nunca le gustó esa travesía pacífica. Al PSOE de Zapatero y Sánchez, tampoco. Este socialismo, el único que sobrevive hoy día, reniega de lo que en todo el mundo occidental es considerado un proceso digno de ser imitado y habría preferido una ruptura violenta que nos devolviera a 1936 decantando la Guerra Civil en un sentido opuesto al que tuvo, por supuesto. Este socialismo, el que padecemos, radicalmente distinto del encarnado por Felipe González u otros antiguos dirigentes del partido del puño y la rosa, comenzó a demoler la Transición con la Ley de Memoria Histórica, cuyo propósito no era otro que reescribir la Historia adaptándola a su gusto y perseguir de manera póstuma a los vencedores de esa contienda como si así pudieran cambiar los hechos acaecidos. Este socialismo, el que se hizo con el poder pactando con golpistas corruptos, herederos de asesinos, comunistas sospechosos de haber recibido financiación ilegal y demás ralea ajena a cualquier consenso constitucional, está empeñado en derribar el régimen surgido del 78, aunque tal demolición suponga la destrucción de España. Los independentistas que lo sostienen, tanto vascos como catalanes, no aspiran a otra cosa, desde luego. Y están henchidos de gozo. Han encontrado en Pedro Sánchez al tonto útil dispuesto a cumplir finalmente sus planes, empezando por la voladura de la piedra angular que sustenta el edificio: la Corona.

Don Juan Carlos ahora era ya lo de menos. Un símbolo de hondo significado, pero símbolo al fin y al cabo. Don Felipe es lo de más. El auténtico objetivo de la campaña desatada por la Moncloa y sus medios afines contra su padre. De no haber hallado un pretexto en las grabaciones de un policía de cloaca y las acusaciones de una «amiga» de pago, los impulsores de la operación se habrían agarrado a cualquier otra cosa. Porque lo que buscan es debilitar al Rey que plantó cara a los golpistas catalanes cuando nadie más se atrevía. Desacreditar a la institución que representa al conjunto de los españoles, más allá de procedencias o ideologías. Minar los cimientos de la Nación. Y lamentablemente, lo han conseguido. Don Felipe está hoy más solo e indefenso ante el peligro; es más vulnerable a los ataques lanzados desde la extrema izquierda con el beneplácito hipócrita de un PSOE que finge defender lo que en realidad está deseando ver caer. El gesto de su progenitor, tan inútil como insólito en la patria de los Pujol, los Ere andaluces o los Bárcenas, no le librará del acoso. No tiene torre o alfil que lo protejan. La próxima vez sus enemigos irán a por el jaque mate.