MANUEL ÁLVAREZ TARDÍO-EL MUNDO
El autor asegura que la propuesta del PSOE de desenterrar a Franco por la vía de urgencia supone aceptar como válida la premisa de que la dictadura no murió con la aprobación de la Constitución.
Por consiguiente, no es extraño que el PSOE, recién regresado a la presidencia del Gobierno, trate de situar la competición partidista en un campo cultural en el que los conservadores se sientan incómodos y ellos, a su vez, puedan ajustar cuentas con Podemos, ese hijo odiado que lleva un tiempo explotando con cierto éxito la esquizofrenia de los primeros. Porque los líderes de Podemos no han perdido el tiempo. Hace mucho que andan propagando la idea de que si ha habido una crisis en la economía y la política española no ha sido por razones coyunturales, sino porque la democracia española nació con fórceps; es decir, después de la muerte del dictador la Transición se controló desde arriba para permitir que «los de siempre» siguieran en el poder. Y así, mientras que la derecha disfrutaba con el nuevo sistema político, la izquierda, tanto el PSOE como el PCE, habría contribuido a legitimar esa continuidad perniciosa, primero apoyando y elogiando la Transición y después gobernando con esas reglas. Ante esa traición, Podemos aspira a ser el partido de las víctimas del franquismo, o lo que es lo mismo: el partido de la ruptura que todavía estaría por hacer.
El PSOE tiene un grave problema con esta forma de manipular el pasado: si bien el discurso cultural predominante entre los votantes de extrema izquierda comulga con ella, el partido de Felipe González no puede aceptar sin más una interpretación de la Transición que implica la inmediata descalificación de un bipartidismo del que han sido protagonistas. Además, como han mostrado distintas encuestas, una amplia mayoría de españoles –y de votantes del centroizquierda– sigue viendo con orgullo la Transición.
Y aquí es donde Franco y el Valle de los Caídos emergen como una oportunidad, aunque muy arriesgada, para un gobierno socialista débil y pendiente del calendario electoral. Es probable que Pedro Sánchez haya sacado una lección de sus anteriores disputas con Pablo Iglesias: cada vez que un dirigente de Podemos se refiere despectivamente a la Transición, señala que las víctimas del franquismo no recibieron la justicia que merecían o recuerda que Franco sigue enterrado junto a los muertos de ambos bandos, no está debilitando a sus competidores por la derecha, sino que está colocando a los electores de izquierdas una propaganda de la que se concluye que el Partido Socialista también es responsable de los supuestos déficits de la democracia española. Y es que el partido legado por Rodríguez Zapatero tiene un problema de envergadura: hasta las políticas culturales de este último, los socialistas no habían apelado al antifranquismo más que en pequeñas dosis oportunistas. Pero a partir de 2006 la situación varió. Mientras no había competidor por la izquierda, se podía invocar al mismo tiempo el legado de Felipe González y la «memoria» de la Segunda República. La patente contradicción entre uno y otro no tenía quien la mostrara con fuerza. Sin embargo, con la irrupción de Podemos todo cambió. Estos explotaron el cinismo de Zapatero y defendieron con igual entusiasmo tanto que el franquismo no estaba del todo muerto como que el PSOE de Felipe González era uno de los principales culpables. En esta tesitura, a un Pedro Sánchez convertido en líder del PSOE contra el lobby del felipismo, sólo le quedaba ver en la crítica de Podemos una oportunidad de redimir a su partido y ajustar cuentas con su propio pasado.
La propuesta de desenterrar a Franco con el apoyo de Podemos y por la vía de urgencia es, así, la oportunidad de poner al PSOE donde nunca estuvo desde que murió el dictador: supone aceptar como válida la premisa de algunos historiadores de extrema izquierda, así como de los dirigentes de Podemos, según la cual la dictadura no murió con la aprobación de la Constitución. Toca enterrarla de verdad, aunque sea simbólicamente. Sánchez ha creído que tiene la oportunidad de matar no dos, sino tres pájaros de un tiro poco antes de presentarse a las urnas: con Franco fuera del Valle de los Caídos noqueará por unas semanas a un PP en supuesta transición; desarmará en parte la crítica de la extrema izquierda; y pondrá tierra entre el viejo pactismo felipista –tan identificado con el bipartidismo– y un socialismo renovado.
Pero Franco y el Valle de los Caídos, como todo lo que se refiere a la convulsa historia de la España del siglo XX, pueden resultar una caja de los truenos. No en vano, la Comisión de Expertos sobre el Futuro del Valle de los Caídos reunida en 2011 empezaba su lista de recomendaciones advirtiendo sobre «las dificultades políticas y sociales que supone la ejecución» de aquellas. Porque, ciertamente, si los propagandistas de Podemos tienen razón en algo es en asegurar que durante la Transición no hubo una ruptura radical con el pasado. Franco no fue derribado ni por un golpe ni por una revolución, sino por una enfermedad. El hecho de que fuera enterrado con todos los honores el 23 de noviembre de 1975 en la basílica del Valle de los Caídos no fue un impedimento para que el PSOE y el PCE se sumaran al programa de reforma pactada propuesto por el Gobierno de Suárez y contribuyeran valientemente a la aprobación de la Constitución de 1978.
Para el Partido Popular, como para Ciudadanos, la comprensible defensa numantina del legado del pacto constituyente no debiera impedirles ver que la Transición es parte ya de un pasado cada vez más lejano. Y que los acontecimientos políticos recientes y los nuevos competidores han socavado parcialmente las bases culturales sobre las que descansaba el prestigio de aquella. Tal vez sea el momento de aprovechar para recomponer el valor de la Transición a partir de una superación de sus contradicciones, aun cuando aquellas fueran tan valiosas para su éxito. A diferencia del PSOE, ni el PP ni Cs son partidos históricos a los que la exhumación de los restos de Franco vaya a despertar un fantasma mal enterrado. Los primeros pueden intentar ganar a Podemos por su izquierda, pero con los huesos del dictador en busca de sepultura podrían tener también que explicar qué fue de su terrible contribución a la violencia en los años 30 (la revolución de octubre de 1934 o las matanzas de la retaguardia republicana durante la guerra, entre otros) y, peor aún, por qué el Valle de los Caídos no constituyó un impedimento de urgencia para apoyar la Constitución, ganar las elecciones y gobernar durante varias legislaturas.
LA DEMOCRACIA española afronta desafíos estructurales que pueden debilitarla gravemente. Algunos recurrirán a la nostalgia y apelarán al espíritu de reconciliación de la Transición para criticar la política «memorial» –por parcial– y encastillarse en que no debe desenterrase el pasado porque eso dividirá a los españoles. Es comprensible. Sin embargo, es probable que haya una oportunidad para que los partidos de la oposición aprovechen el órdago del Gobierno socialista y reviertan su finalidad, proponiendo cambios en la configuración del Valle de los Caídos, partiendo de un debate sobre las recomendaciones de la Comisión de expertos de 2011 y exigiendo que no sea mediante decreto-ley. Quizás haya llegado el momento de proclamar simbólicamente el entierro de la Transición para poder salvar su legado y fortalecer la democracia española para otros cuarenta años. Porque un acuerdo entre PSOE, PP y Cs sobre una nueva finalidad (y tal vez denominación, aunque la Comisión de Expertos, con criterio fundado, optó por mantener el nombre actual) para el Valle de los Caídos, previo traslado pactado de los restos de Franco, demostraría que la ausencia de ruptura entre 1975 y 1978 fue, precisamente, lo que permitió construir una democracia más sólida y duradera que la de la Segunda República.
Manuel Álvarez Tardío es profesor de Historia del Pensamiento Político.