IGNACIO CAMACHO-ABC
- La crisis constitucional es ya un hecho. Y se convertirá en una crisis de convivencia si el Gobierno no pisa el freno
Nunca habrá modo de saber hasta dónde era consciente el entonces ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, de lo que estaba diciendo cuando en la pasada legislatura habló de «crisis constituyente» durante una sesión del Congreso. Pero supiera lo que supiese en aquel momento, los hechos posteriores han demostrado que el diagnóstico era cierto. Y Campo es hoy magistrado del Tribunal de Garantías que debe, en teoría, ocuparse de reconducir esa deriva por el camino correcto, tarea de dudoso cumplimiento cuando la falta de respeto a la Carta Magna es tal que dos de los encargados de interpretarla han aterrizado en sus puestos directamente desde un ministerio y desde un cargo de confianza del Gobierno.
Porque es el poder ejecutivo el que ha provocado la mencionada crisis constitucional con sus designios arbitrarios. Y el presidente del TC el que preconiza una doctrina constructivista del Derecho que llevada a sus términos más extremos convierte la ley fundacional en papel mojado, en un documento de mero valor simbólico donde pueden caber iniciativas políticas de cualquier rango. Una especie de cajón de sastre (o de desastres) abierto a toda clase de proyectos, hasta los más estrafalarios, siempre que una mayoría parlamentaria los revista de camuflaje democrático. Un prisma revisionista bajo el que resulta posible incluso operar un cambio artificial, postizo, del concepto esencial del sujeto soberano. Algo que los firmantes del pacto del 78 ni siquiera imaginaron.
Ése es el marco en que amanece el nuevo mandato de Pedro Sánchez. No podía ser de otra manera desde el instante en que la investidura contó con el respaldo de minorías separatistas empeñadas en deconstruir el Estado por su base para levantar, en el más estable de los casos, un modelo de tintes confederales. La ocupación partidista de las instituciones independientes y de los mecanismos de contrapeso abre la puerta a la posibilidad de encontrar encaje a un proceso rupturista de desmontaje del entramado normativo que durante 45 años ha funcionado con la apariencia de un sistema inalterable. Error, y error grave: el consenso constituyente se basaba en un compromiso de mutuas lealtades que el tiempo ha revelado inconstantes.
Los indicios preliminares de una modificación encubierta de ese acuerdo –el acta de paz tras dos siglos de discordia interna– dibujan ya un panorama de conflictos susceptibles de agrietar la convivencia. El problema no consiste en que las nuevas generaciones de españoles vean la Constitución como una reliquia añeja, sino en que la democracia ha dejado de ser una aspiración en la España moderna para convertirse en una rutina, en una inercia. Y en ausencia de una pedagogía capaz de renovar vínculos emocionales y racionales con ella, proliferan los oportunistas dispuestos a colarse por todas sus grietas para iniciar una suerte de Transición inversa.