Felipe VI pronunció un discurso sólido y ceñido a la defensa de la arquitectura jurídica y política que, a lo largo de la Transición, sentó los cimientos de la etapa democrática, una de las páginas más brillantes de la Historia reciente de España. Evocando la figura de su padre, Juan Carlos I, el Monarca ratificó el compromiso «irrevocable» de la Corona «con la democracia, con el entendimiento entre todos los españoles y con su convivencia en libertad». Felipe VI aludió a la diversidad como factor esencial de la «identidad nacional» de España, pero también la necesidad imperiosa de respetar los cauces que marca la legislación. Sus palabras tienen una especial trascendencia en un momento en el que la Generalitat sigue empeñada en vulnerar la Constitución y el Estatuto de Autonomía para organizar una consulta separatista en Cataluña. Ni la ilegalidad ni la unilateralidad tienen cabida en una democracia, y es lo que ayer el Rey recordó acertadamente al independentismo catalán.
Porque si hubo una voluntad que prevaleció durante la Transición fue la de la disposición al diálogo y a mirar al futuro. Y fue Juan Carlos I quien ejerció un tarea decisiva y fundamental en este proceso. La solemne sesión de ayer en la Carrera de San Jerónimo no contó con la presencia del Rey emérito y, con toda la razón, se sintió dolido, como revela hoy en su columna Raúl del Pozo. Hubiera sido necesario recalcar aún más su persona, en la medida que fue la figura galvanizadora de la Transición. Los principales líderes políticos de entonces –la presidenta del Congreso tuvo un recuerdo especial para Adolfo Suárez y Santiago Carrillo– jugaron un papel esencial. Pero nada hubiera sido posible en aquel momento sin la actuación de Juan Carlos I. Primero porque tuvo el acierto de devolver la soberanía nacional al conjunto del pueblo español. Segundo porque se mantuvo respetuoso con las funciones moderadoras que otorga la Carta Magna al Jefe del Estado. Y, tercero, porque nunca cejó en su respaldo al anhelo democrático de los españoles, como acreditó su determinación ante los golpistas del 23-F.
Por todo ello, cabe subrayar que el sistema de libertades alumbrado durante la Transición no fue un candado –tal como afirman los adalides del populismo y el rupturismo–, sino la llave de la democracia. Y ello a pesar de las amenazas que entonces pendían sobre España, especialmente, la violencia execrable de ETA y de otros grupos terroristas. La Transición fue, además, un movimiento intergeneracional que aglutinó el ansia de libertad tanto de los jóvenes como de quienes habían sufrido la cárcel y el exilio durante la dictadura. Quizá por ello resulta especialmente lacerante y peligroso el revisionismo de una parte de la izquierda que incluso ha llegado al estrambote de abjurar de la aportación del PCE a la reconciliación de los españoles.
Los mismos que alimentan este tóxico discurso son los que ayer quisieron dar la nota durante la intervención de Felipe VI. Los nacionalistas catalanes exhibieron pancartas alusivas al referéndum y los diputados de Podemos –que previamente organizaron un acto con asociaciones de memoria histórica– se presentaron al Hemiciclo con claveles, en recuerdo de las víctimas del franquismo. Ni los diputados de Podemos ni los del PNV aplaudieron al Rey. Todas estas formaciones, con independencia de su ideología, deberían tener claro que el Parlamento no es un circo. Es la sede de la soberanía nacional. Y respetar las instituciones supone una exigencia insoslayable en cualquier democracia. Algunos aún no lo han aprendido.