Felipe Fernández-Armesto-ABC

  • «El pacto del olvido, o más bien de respeto recíproco, aseguró la paz social y facilitó una política de turno muy distinto al antiguo: el socialismo y el conservadurismo colaboraban para el bien del país. Veíamos que más valía tener muchas Españas que dos Españas»

A mi amigo Pedro, a la vez izquierdista honrado y católico devoto, entre mis compañeros de clase de Salamanca en 1969, le pregunté: «¿Cómo es que vas a misa todos los días y rezas por Franco?». En aquel entonces la letra de la misa incluía a «nuestro jefe de Estado, Francisco» junto con «nuestro Papa, Pablo» y «nuestro obispo, Fulano», como si hubiera poca diferencia entre esas autoridades supuestamente respetables. «No es que rece por Franco», me contestó, «sino por su alma. Que Dios la reciba y cuanto antes, mejor».

La ironía, efectivamente, era el arma más eficaz de resistencia política entre los jóvenes de mi generación. Los que apostaban por motines y desfiles y eslóganes chillones fracasaron en la llamada «revolución estudiantil» del 68, que demostró lo inútil de gestos, retórica y huelgas de estudiantes cuyo único talento era el de holgarse esos días de paros. Burlarse de los políticos, en cambio, en democracias o en dictaduras débiles e ineficientes, como la de Franco, nos prestaba la satisfacción de la superioridad intelectual, al tiempo que les quitó a los potentes y pretendientes su credibilidad, y nos develó su debilidad desdeñable. En los años sesenta del siglo pasado, el franquismo seguía siendo un leviatán, pero envejecido ya y de dentaduras postizas de poca mordacidad, digno de poca reverencia y menos miedo.

El mismo Franco, a pesar de la inversión emocional de muchos seguidores suyos, nunca me pareció ser una persona de principios profundos ni de consistencia ideológica. No me convenció su retórica ni de catolicismo ni de patriotismo sagrado. Lo que sí le interesó era aplastar a sus enemigos y conseguir el progreso económico sin sacrificar la estabilidad social. En la última década franquista la política española ya se estaba convirtiendo en lo que ha venido a ser: pragmática, con pasos incipientes hacia el pluralismo, cada vez más conforme al modelo europeo, dedicados a la modernización sin límites, y con instituciones gubernamentales sensibles a la opinión pública y sometidas, aunque de forma poco fiable, al derecho.

La vuelta a la democracia, sin efusiones de sangre ni disrupción social –casi sin sentimientos desencajados por parte de la mayoría de los españoles– no fue el milagro que en su momento pareció ser, sino la herencia lógica del franquismo en declive. La simbiosis, igual de grata, con la OTAN y la Comunidad Europea, no fue una revolución sino una reversión a la trayectoria histórica del país.

El cambio auténticamente profundo que la Transición trajo consigo –más, tal vez, concomitante que consecuente– era cultural. Paseando con mi primo Ricardo, otro izquierdista entrañable, por las Ramblas de Barcelona poco después de la muerte del dictador nos fijamos consternados en la cantidad de imágenes pornográficas de los quioscos. «No hubiese sido así», comentó mi querido izquierdista, «bajo el generalísimo». La ironía seguía siendo la mejor defensa frente a aspectos de la vida que no merecieron respuestas violentas.

Si experimentábamos desde aquel momento una especie de edad de oro de la democracia española, no fue por haber renunciado al franquismo, ya que incluso Franco había renunciado ya a ello, sino en parte por circunstancias mundiales que no tuvieron nada que ver con los méritos ni la culpa de los españoles. Una nueva prosperidad se difundió por el mundo, partiendo desde la política económicamente liberal de Estados Unidos. El mundo se aprovechó del colapso más o menos simultáneo de otras dictaduras europeas, del régimen racista en Sudáfrica y, luego, del imperio soviético. La globalización inauguró una época de interdependencia internacional favorable a la coexistencia de culturas distintas, aunque siempre con la preponderancia del ‘soft power’ norteamericano. Entre sus efectos, en España podíamos disfrutar del aprecio de todos nuestros idiomas y la progresiva apertura del país a inmigrantes e influencias llegados desde fuera.

La Constitución del 1982 y la política de «café para todos» –que ahora parece haber sido un desastre que condenó el país a contiendas destructoras entre regiones y entre el Estado y las autonomías– se estrenó como la consagración de una España fiel a sus tradiciones de «unión en diversidad». Recomendé la Constitución –me sonrojo al acordarme de mi inocencia– como anteproyecto del desarrollo de una constitución europea. Gozábamos de un sistema de democracia disciplinada por el Estado de derecho. El pacto del olvido, o más bien de respeto recíproco, aseguró la paz social y facilitó una política de turno muy distinta a la antigua: el socialismo y el conservadurismo colaboraban para el bien del país. Comprobamos que más valía tener muchas Españas que dos Españas. La monarquía se justificaba (y sigue justificándose) como defensora de la democracia y árbitro imparcial en la discordia. A fin de cuentas, la democracia sí funcionaba a pesar del hecho de que un español es, ante todo, un individualista. Salvador de Madariaga – tal vez el mejor ironista español desde Cervantes– solía decir que el gran problema de la democracia en España sería que no cupiesen 35 millones de partidos. Tenemos más de lo aconsejable, pero en la Transición salíamos adelante con los que teníamos.

El momento clave, para mí, era cuando ante los golpistas del 1981 los únicos diputados que se mantuvieron de pie en actitud honrada de desafío y valor, cuando los insurgentes dispararon en la Cámara, fueron Adolfo Suárez y Santiago Carrillo –el antiguo franquista y el antiguo estalinista–. Las dos Españas, por lo visto, se habían unido.

Ahora, ya que soy muy viejo y no tengo en quién confiar para volver a un pasado dorado o conseguir un futuro soportable, sino en mis alumnos y nietos y sobrino-nietos, me doy cuenta de que ese momento –esa época corta de la democracia viable en España– fue consecuencia, más que nada, del hecho de que los que lo experimentábamos éramos las generaciones que habían conocido las miserias de la Guerra Civil, o al menos los años de austeridad, o la ética implacable de victoria que Franco abrazó, o de las frustraciones de la preocupación irracional de la dictadura con la represión de culturas regionales, y, sobre todo, de la locura de insistir en que sólo una política es admisible y que los que se oponen a ella deben callarse, borrar sus recuerdos y derribar sus monumentos. Abrazábamos y apreciábamos la democracia, a pesar de sus deficiencias, y seguíamos manteniendo el diálogo entre derecha e izquierda, porque no queríamos nunca volver a aquellas desgracias. Pero ya nos suceden otras generaciones, a quienes les faltan motivos para respetar a sus opositores. En mi trabajo de historiador, descartaba el aforismo de Santayana: «Los que se olvidan del pasado están condenados a repetirlo». Pero me temo que en España acabaremos siendo un ejemplo funesto de su veracidad.

SOBRE EL AUTOR

Felipe Fernández-Armesto

es historiador