José María Barreda-ABC

  • La democracia alcanzada durante la Transición es una planta muy delicada, de invernadero, que hay que cuidar y regar constantemente

En el Club Siglo XXI cuelga un cuadro que reproduce una noticia publicada por ABC en 1977, con una foto de Fraga y Carrillo. El dirigente comunista pronunció una conferencia y el presidente de Alianza Popular la presentó, pese a las diferencias entre ambos. Fraga recordó: «No necesito poner a Dios por testigo de que la distancia política e ideológica entre el Partido Comunista y Alianza Popular es muy grande». Y añadió «nos hemos dicho de todo en la campaña, pero interesa oírle».

Carrillo reconoció el sentido de las elecciones: «El 15 de junio el país no votó por la transformación socialista, sino por el cambio democrático y respetamos el fallo popular». Finalizó diciendo: «No pretendo lograr el asentimiento de los miembros del Club Siglo XXI a nuestras ideas. Me basta la prueba de civismo que han dado ustedes escuchando con respeto a un hombre que está quizás en las antípodas ideológicas de la mayoría de los presentes. Me basta la actitud del señor Fraga, afrontando críticas por presentarme aquí esta noche».

El abrazo de esos dos líderes ejemplificó el deseo de reconciliación y superación de la lucha fratricida de la guerra civil y de la dictadura. En estos tiempos es preciso valorar lo conseguido por aquella generación de políticos, intelectuales y juristas. Lograron pasar de una dictadura a una democracia al tiempo que transformaban un Estado centralista en otro descentralizado. Todo ello en un clima general en la sociedad de paz y tolerancia, si bien es verdad que ETA y los grupos ultras de derechas e izquierdas cometieron asesinatos para impedir el proceso democrático.

En un país cainita, cuya historia contemporánea es casi una sucesión de guerras civiles, lo conseguido en la Transición constituye un verdadero éxito. Desde la guerra de la Independencia, que tuvo una vertiente de lucha fratricida –que Goya reflejó en su ‘Duelo a garrotazos’–, pasando por la represión absolutista de Fernando VII –en la que se puso en marcha la santa crueldad contra los liberales–, hasta las atroces guerras carlistas, en las que se cometieron barbaridades, como el fusilamiento de la madre de Cabrera, nuestro siglo XIX vivió una guerra civil casi continua. Conocido es el lamento de Larra: «Aquí yace media España; murió de la otra media».

Con la guerra del 36 y la represión en ambas retaguardias parecía que España estaba condenada a que se enseñoreara de ella la sombra de Caín, como lamentó Antonio Machado en su poema ‘Por tierras de España’ y en sus célebres versos desesperanzados: «Españolito que vienes/ al mundo te guarde Dios/, una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón». A veces al corazón de los españoles lo han congelado las dos Españas.

Al desgarro de la guerra seguía para los perseguidos «el éxodo y el llanto» del exilio al que aludió León Felipe.

«Cuando media España ocupaba España entera», Gil de Biedma escribió que «de todas las historias de la Historia sin duda la más triste es la de España, porque termina mal». Sin embargo la historia de la Transición, el pasado desde la muerte de Franco hasta la aprobación de la Constitución de 1978 y la entrada en Europa, es la historia de un éxito y no podemos permitir que acabe mal. Muchos políticos usan la ‘coletilla’ de decir «como no puede ser de otra manera», pero los acontecimientos siempre pueden ser diferentes. Aquellos años podrían haber transcurrido de otra forma. No era inexorable que las cosas acontecieran como sucedieron. La democratización podría haber descarrilado y sólo el buen hacer de los políticos lo evitó.

Ahora que se denosta a los políticos, muchos de los cuales hacen méritos para que así sea, conviene recordar que la política democrática es una actividad noble y necesaria para organizar la convivencia y el progreso. Azaña lo explicó en la conferencia en El Sitio de Bilbao, ‘Grandezas y miserias de la política’, aunque, pronunciada en 1934, pronto conoció sus miserias. Salir de la dictadura fue una operación que requirió del esfuerzo de los principales partidos y fuerzas sociales. Se enfrentaban dos bloques que a su vez tenían diferencias: el procedente del franquismo se dividía entre los inmovilistas del ‘búnker’, y los que comprendían, un tanto ‘gatopardianamente’, que algunas cosas tenían que cambiar para salvar lo fundamental. Sus representantes más cualificados fueron el Rey Juan Carlos y Adolfo Suárez, quienes en un proceso dialéctico con la oposición y los acontecimientos –sobre todo las huelgas del 76– acabaron avanzando hacia la democracia más de lo previsto inicialmente. Este grupo, defensor de una reforma, tuvo la iniciativa desde el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política.

La oposición democrática, abogaba por una ruptura que implicaba la formación de un gobierno provisional y la consulta sobre la Jefatura del Estado. Sus principales fuerzas eran el PCE, el PSOE y los sindicatos de clase.

Vázquez Montalbán explicó el acuerdo que permitió una ruptura pactada como un «empate de debilidades»; ni los reformistas podían imponer totalmente sus pretensiones, ni los rupturistas disponían de fuerza suficiente para imponer las suyas. Para evitar un ‘choque de trenes’ lo inteligente fue avanzar en el diálogo buscando consensos. El gran fruto de esta dinámica fue la Constitución de 1978, una gran transacción lograda entre los políticos que supieron concitar apoyo popular.

Pese algunas opiniones, en aquellos años no hubo amnesia; al contrario, la ‘memoria histórica’ pesó sobre los constituyentes, que quisieron evitar el enfrentamiento fratricida. Como escribió Santos Juliá, lo que se hizo fue «echar en el olvido», conscientemente, un pasado de vivo y doloroso recuerdo. La amnistía de 1977 tuvo esa significación. Marcelino Camacho, el diputado con más años en la cárcel, dijo en el Congreso: «¿Cómo podríamos reconciliarnos los que nos habíamos estado matando los unos a los otros si no borramos ese pasado de una vez y para siempre?».

El cainismo no forma parte del ADN del pueblo español, sino que ha sido inducido por las clases dirigentes, de ahí su responsabilidad de hacer pedagogía del diálogo, de no crispar y no utilizar las ‘palabras como puños’. El espectáculo del ‘y tú más’ es deprimente. Los ciudadanos no quieren que los políticos se enfrenten siempre y no acuerden nunca.

La democracia alcanzada durante la Transición es una planta muy delicada, de invernadero, que hay que cuidar y regar constantemente. No es una planta autóctona que germina espontáneamente sin atenciones. Es el sistema más difícil y requiere, entre otras condiciones, dirigentes ejemplares que respeten al adversario, no fomenten la polarización, cuiden las instituciones y sean honestos, pues lo contrario favorece los populismos que la socavan.