Reflexión libre acerca de los mitos del terrorismo y del nacionalismo vasco, así como de los fantasmas del antifranquismo que impiden a la oposición democrática asumir hasta sus últimas consecuencias la defensa de la alternativa constitucional en el país vasco
Entre la escritura autobiográfica y el ensayo, La tribu atribulada constituye una reflexión libre, sin pretensiones académicas, sobre el nacionalismo vasco y sus raíces integristas, sobre el terrorismo de ETA y las estrategias de la exclusión étnica, pero es también un análisis crítico de los mitos de la Resistencia y de las contradicciones del pacifismo y de los movimientos cívicos que se enfrentan hoy al totalitarismo abertzale. Desde un compromiso inequívoco con las libertades, el autor desmenuza la mentalidad resistencial y los fantasmas de un antifranquismo arcaico que impiden todavía a la oposición democrática asumir hasta sus últimas consecuencias la defensa de la alternativa constitucional al régimen nacionalista.
Autor: Jon Juaristi
Editorial: Espasa Calpe, S.A. 2002
200 pgs (15.0×22.0 cm)
ISBN: 8467003103
Precio: 15 €
Reseña por Alicia Delibes
Jon Juaristi nos tiene acostumbrados a sesudos tratados sobre el nacionalismo, su historia y sus orígenes cuya densidad los convierte en no aptos para todos los públicos. Las escasas 200 páginas de este libro y su sugerente título son razones que por sí mismas pueden ser suficientes para que La Tribu Atribulada se convierta en uno de los libros más leídos del autor. Llevado, quizás, de la necesidad de explicar a sus lectores por qué era este un libro tan breve y tan «familiar», empieza Juaristi contándonos que cuando se disponía a pasar sus vacaciones de verano del 2002 en una vieja casona de un pequeño pueblo de la costa de Istria (Croacia) con su mujer, su pequeño hijo, al que cariñosamente llama Bolo-Bolón, y una gran maleta llena de libros, la compañía aérea con la que viajaban extravió todo su equipaje.
La falta de pañales, toallas y trajes de baño pudo pronto repararse en los comercios croatas pero los libros, tan cuidadosamente escogidos para el largo mes de vacaciones, eran del todo insustituibles. Así que, para combatir la impaciencia y el mal humor producido por el incidente, Juaristi decidió ponerse a escribir esta obra breve a modo de «carta al padre». Debió de pensar que podía ser una buena ocasión para explicar a su progenitor el porqué, o los porqués, de su militancia antinacionalista.
Jon Juaristi ha dividido su libro en dos partes a las que llama «Tratados». En el primero, De la religión tribal, utiliza a tres individuos, tres sacerdotes vascos que tuvieron algo que ver en su juventud, para explicar los distintos modelos de personaje que se han dado entre el clero de su tierra: el nacionalista, el socialista y el liberal. De estos tres curas, el aldeano nacionalista Ander, antifranquista y nada intelectual, José Luis, el hijo de campesinos castellanos a quien sus inquietudes sociales llevan a flirtear con el marxismo, y el hermano mayor de su padre, Joseba, representante del clero liberal, parece claro que es este último el que acapara todas las simpatías del autor.
El tío Joseba cantó misa al terminar la guerra civil, vivió mucho tiempo en Francia y fue misionero en Cuba en los años cincuenta. Expulsado por los castristas a comienzos de los sesenta, fue a dar con sus huesos a Miami. Era poco amigo de nacionalismos y creyó siempre que el PNV era un guiso de sacristía, mezcla de religión y política. De los radicales de ETA y Batasuna decía que eran integristas clericales con adornos de marxismo.
Si algún lector se acerca a este libro pensando que Juaristi desnudará en él su alma, probablemente saldrá decepcionado. El autor de La Tribu atribulada se muestra muy celoso de lo privado y juega con el «morbo» del lector definiéndose como no clerical ni anticlerical y declarando su judaísmo a pesar de considerarse «culturalmente» católico.
La segunda parte, De la guerra tribal, empieza con un ajuste de cuentas con el que fue uno de sus amigos, Juan Aranzadi. Y es que Aranzadi ha publicado un denso libro, El escudo de Arquíloco, en el que, de paso que arremete contra el antinacionalismo de Jon Juaristi, mantiene como tesis fundamental el que no existe causa alguna que pueda justificar el sacrificio de una vida humana. «Para ser sincero, le responde Juaristi, yo no creo que la vida sea en sí misma un valor. Es, como mucho, la condición necesaria, pero no suficiente, de los valores. (…) No hay vida humana si no hay libertad, luego la libertad es un valor superior a la vida. (…) Si la vida en sí, la vida en su sentido biológico no es un valor, y no lo es, tampoco es posible fundar una ética sobre el mero instinto de conservación».
En realidad esta polémica con Aranzadi no es más que la expresión de una polémica más amplia y profunda. Jon Juaristi quiere ajustar cuentas también con su pasado y con todos aquellos amigos que compartieron con él los años de lucha antifranquista. Unos años y amigos de los que cada vez va sintiéndose más alejado: «Pero no solo me engañé acerca de Aranzadi. Me engañé también sobre la importancia real de lo que yo hacía y de lo que hacían otros que, como Aranzadi, eran mis amigos».
Juaristi nació en el año 51 y, según él mismo dice, «dejé de ser nacionalista a los 18 años», esto es, en 1969, mucho antes de que muriera Franco. De su antinacionalismo nada se supo hasta que comenzó a publicar en la segunda mitad de los setenta. En los ochenta fue profesor universitario y sus «broncas con los abertzales eran cada vez más frecuentes». Militó en el Partido Socialista, donde «bastante gente compartía mis posiciones». En los noventa siguió escribiendo y publicando pero ya fuera de toda militancia, «la sensación de estar a la intemperie no es agradable. Sin embargo siempre supe que no estaba solo. Que muchos se identificaban con lo que yo escribía. No tenía ya un partido en el que apoyarme, pero sí el apoyo de unos pocos e incondicionales amigos».
Repasa así su vida de los últimos años anteriores a su destierro en Madrid. Y dice destierro porque le molesta que haya gente que al hecho de tener que vivir fuera del País Vasco lo llame exilio, «el terror abertzale no ha producido exiliados ni expatriados. Me indignan los tratamientos periodísticos al uso de este asunto. No somos exiliados a quienes se ha concedido asilo político. Seguimos viviendo en nuestro país, entre gente de nuestra misma nacionalidad». Estos años madrileños, la complicidad con el Gobierno del PP y las continuas y contundentes declaraciones antinacionalistas han ido exacerbando las iras de la Tribu contra Jon Juaristi. Ahora, algo nuevo parece haberse añadido estos años al destierro del autor, el desarraigo de esa otra tribu que Juaristi no llega a identificar pero sí deja suficientes pistas como para permitir al lector que llegue a hacerlo: la tribu del progresismo izquierdista. Fue durante la manifestación del 23 de septiembre del 2000 por la Constitución y el Estatuto, convocada por ¡Basta Ya!, cuando dice nuestro autor haber caído en la cuenta de que algo ya irrecuperable le separaba de los que compartieron sus años de izquierdismo militante.
No sé si se trata de un recurso poético o si realmente fue cierto que las canciones de Paco Ibáñez, aquellas que siempre acompañaron las reuniones de los jóvenes del 68 y que aquel 23 de septiembre sonaron para despedir la manifestación, hicieron comprender a Juaristi que ya no sintonizaba con esa izquierda vasca que quería seguir guardando religiosamente, como si de reliquias se tratara, las formas y la estética de la vieja resistencia antifranquista.
Cierra el autor la carta despidiéndose de su padre y de la Tribu con un corto epílogo «ADIÓS A TODO ESO». Se despide no sin advertir al PNV de que, aun lejos de la Tribu, promete seguir luchando para que no se salgan con la suya, para que «el futuro no les pertenezca».
Jon Juaristi, ESPASA CALPE, 2002