IGNACIO CAMACHO
Normalidad, serenidad, estabilidad: la santísima trinidad del marianismo. La autodefinición de su proyecto político
CUANDO Teófila Martínez era candidata andaluza del PP tendía a confundirse de auditorio. A los empresarios los dejaba perplejos con sus planes para la educación compensatoria; a los docentes les endiñaba un indigesto discurso sobre la brecha económica. Mariano Rajoy no se equivoca porque siempre le habla de economía a todo el mundo, con una fe de predicador cuáquero en misión redentora. Ayer, en el Foro ABC, rodeado de la jerarquía del IBEX y de las élites financieras, estaba ante la audiencia idónea: gente que entiende de indicadores macro, de déficit, de inflación, de diversificación productiva, de exportaciones, de deuda, de creación de empleo. Se sentía tan en su salsa que incluso sacó a pasear la olvidada prima de riesgo. Lo hizo con delectación, con suficiencia, hasta con regodeo. Regaló una noticia sobre el rescate de los planes de pensiones y anunció que, si no logra armar una mayoría pactada, está dispuesto a prorrogar por segunda vez los presupuestos. «Para impulsar sobre las mismas bases el quinto año de crecimiento».
Acompañado de nueve ministros bajo las apabullantes lámparas de araña del Casino, Rajoy se recreó con aplomada autoconfianza en su propio estilo. La mayor parte de la intervención la dedicó a blasonar de su éxito en la recuperación como quien presenta una hoja de servicios, y sólo a preguntas de Bieito Rubido se colgó la medalla de la firmeza en Cataluña al esgrimir la paternidad, «ante alguna negativa veleidosa», del 155. Eso sí, deslizando que no fue más allá «porque no debía hacerlo solo», esto es, porque C´s y PSOE le limitaron los objetivos. Se mostró, como de costumbre, flemático, impertérrito, tranquilo; desafiante a su hierática manera, sin dejar un resquicio aparente a ninguna sensación de fin de ciclo.
Hay tres palabras que definen solas su proyecto político. Normalidad, serenidad, estabilidad: las dijo seguidas, de corrido, a modo de mantra, con la convicción de un designio. La santísima trinidad del marianismo. El término «normal», que repitió de modo machacón, es para el presidente mucho más que una muletilla o un simple adjetivo; representa su concepto de la virtud y del equilibrio, su aspiración máxima y categórica, su nirvana, su paraíso. Fuera de ese limbo de lógica ordinaria, de rutina común, todo le parece extravagante y anómalo, incomprensible y peligroso, confuso y oportunista, impertinente y dañino. No va a cambiar: en su carácter no queda sitio, e insiste en decirlo, para la menor concesión emocional al albur del aventurerismo.
En realidad, su programa es él mismo; su propia personalidad como garantía frente a las oscilaciones de una sociedad compleja. Un Gobierno de convencionalidad sosegada, confortable, aburrida y cotidiana, fiable ante la movediza y contingente política posmoderna. Un ancla para las clases medias. Y en el menú sirvieron, naturalmente, lentejas.