Ignacio Varela-El Confidencial
Hoy, España es un país entristecido, y todo en el discurso del jefe del Estado —su tono, su mirada, su gestualidad y sus palabras— transmitía esa profunda tristeza que nos invade
Una de las principales cualidades de Felipe VI siempre ha sido captar el estado de ánimo del país y sintonizar con él. Los españoles lo hemos visto alegrarse y disfrutar como el que más cuando hemos tenido algo que celebrar colectivamente. Se le vio indignado y preocupado cuando hechos como los del otoño del 17 en Cataluña nos abrumaron y, a la vez, nos soliviantaron por lo que tenían de injusta amenaza a nuestra libertad. Hoy, España es un país entristecido, y todo en el discurso del jefe del Estado —su tono, su mirada, su gestualidad y sus palabras— transmitía esa profunda tristeza que nos invade. Muchos lo llamarán empatía, yo prefiero verlo como honestidad. Felipe VI calla mucho, pero jamás finge ni engaña.
Le sobran motivos a este Rey para sentirse triste. Desde su proclamación en 2014, le ha correspondido reinar durante los seis peores años para la democracia española y para su propia familia. La lista de calamidades es casi interminable: para empezar, tuvo que acceder al trono prematuramente porque los devaneos de su padre comenzaban a poner en serio riesgo la institución —además de destruir la cohesión de su familia—. Llegó a la jefatura del Estado en plena crisis económica, con millones de ciudadanos en el paro y otros muchos millones instalados —quizá para siempre— en la precariedad vital.
Nada más llegar, saltó por los aires el bipartidismo que había dado estabilidad política al país durante las tres décadas anteriores. El sistema político se fragmentó fatalmente. Floreció de nuevo el veneno de los nacionalismos disgregadores y los populismos destituyentes. Desde entonces, España ha vivido en permanente inestabilidad: cuatro elecciones generales, varias investiduras fallidas, periodos larguísimos con gobiernos en funciones o ultraminoritarios, el sectarismo rampante como el pan de cada día, el surgimiento de la extrema derecha. Felipe VI ha tenido —aún tiene— que convivir con la camada de dirigentes más tóxica de nuestra historia democrática, para terminar cohabitando con un Gobierno frentista plagado de enemigos jurados de la monarquía.
En un momento crítico para la unidad nacional, tuvo que tomar partido y salir a sostener al Estado ante el desmoronamiento del Gobierno, lo que le valió el reconocimiento de muchos pero también el rencor eterno de otros. Mientras todo eso sucedía, ha tenido que lidiar con la ominosa situación de ver a su hermana en el banquillo y a su cuñado encarcelado, para terminar, en el peor momento posible, teniendo que degollar públicamente, en defensa propia, al máximo símbolo de la democracia española, que, además, resulta ser su propio padre —que aún ostenta el título de Rey, aunque sea emérito—.
Decenas de millones de españoles escucharon al Rey sabiendo que en esta ocasión no podían esperar de él una solución, ni siquiera un consuelo
Anoche, decenas de millones de españoles, sometidos a arresto domiciliario por la amenaza insidiosa de un virus maléfico que pone en peligro vidas y haciendas, y asustados por la sombra de otra recesión, escucharon al Rey sabiendo que en esta ocasión no podían esperar de él una solución, ni siquiera un consuelo efectivo. Obtuvieron lo único que Felipe VI les podía ofrecer: compañía, tristeza compartida y un puñado de palabras razonables dentro de una pieza oratoria construida, como siempre, con decoro, claridad y sin florituras de mercachifle.
Siempre he considerado que Felipe de Borbón es, con diferencia, el político más maduro y capacitado de su generación. Ha demostrado muchas veces instinto para interpretar las situaciones y sensatez para hacer frente a las dificultades sin rebasar jamás su papel constitucional. Es muy difícil pasar por todo lo que él ha pasado, rodeado de enemigos, sin cometer ningún error de bulto. Ayer solo tenía un camino transitable: asumir íntegramente la posición y el discurso del Gobierno y reproducirlo tal cual. Cualquier mínimo matiz o desviación habría sido fatal, sobre todo tras la sesión de la mañana en el Congreso.
En realidad, el discurso del Rey fue una versión abreviada, más sobria y digerible, del que Pedro Sánchez pronunció unas horas antes en el Parlamento. Por serlo, hizo suya su parte más cuestionable: la tesis de que estamos ante una crisis grave pero transitoria, un mal momento que durará unas cuantas semanas, pasado el cual todo volverá a la feliz normalidad anterior.
Transcribo: “Esta es una crisis temporal. Un paréntesis en nuestras vidas. Volveremos a la normalidad. Y lo haremos más temprano que tarde. Recuperaremos la normalidad de nuestra convivencia, la vida en nuestras calles, en nuestros pueblos y ciudades; la economía, los puestos de trabajo, nuestras empresas, nuestros comercios, nuestros talleres… España recuperará su pulso, su vitalidad, su fuerza”.
Se comprende la necesidad de trasmitir algo de esperanza a una sociedad desolada. Pero es peligroso seguir mostrando próximo un horizonte de prosperidad recobrada cuando se conoce positivamente que no será cierto. Los ciudadanos tienen memoria, y esas palabras se recordarán cuando el Rey haga su discurso de Navidad y la economía esté patas arriba. Personalmente, prefiero la brutal sinceridad de Merkel, que ayer dijo claramente a los alemanes que esta es la situación más grave que ha conocido Alemania desde la II Guerra Mundial.
Pero quizá lo más preocupante del discurso del Rey resulta la ausencia clamorosa de cualquier mención a la Unión Europea. No es su culpa ni responde a un olvido, sino a la desoladora realidad de que las instituciones europeas están fracasando de nuevo, con estrépito, en su papel básico de marco obligado para la gestión de una crisis que afecta a todos sus miembros. La UE defraudó en la crisis financiera —es más, contribuyó a agravarla—, volvió a fracasar en la crisis de los refugiados y está dimitiendo escandalosamente de sus obligaciones en la del coronavirus. Cada país, abandonado a su suerte y al mayor o menor acierto de sus gobiernos, está afrontando esta crisis a su manera, en clave estrictamente nacional. Por eso son estrictamente nacionales los discursos de Sánchez y del Rey.
En cuanto a la cacerolada con que en ciertas ciudades se acompañó el discurso del Rey, lo único preocupante, además de su radical impertinencia en este momento de máximo estrés emocional, es que todos los que la alentaron forman parte de la mayoría parlamentaria que sostiene al actual Gobierno de Su Majestad. España, siempre insólita.