MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • La banalización del lenguaje vende eslóganes con destino a los de la cuerda

El discurso político se ha trivializado. Se reduce a lemas rotundos y reiterativos, que condenan las macrogranjas, alaban nuestras vacas (las mejores del mundo), denuestan las reformas laborales de Rajoy, se extasían por haberles dado un retoque. Todo a la brava, sin matices. La banalización quita a las ideologías su capacidad de interpretar la realidad, descomponiéndola en afirmaciones rudimentarias, no soportadas por pruebas ni con connotaciones lógicas.

Cualquier afirmación de origen ideológico debería, por definición, servir para sostener las posiciones propias y poder confrontarlas con las ajenas. Si, por el contrario, afirmas que has logrado bajar el precio de la electricidad y que los demás mienten por ser destructivos antipatrias, te cargas la posibilidad del debate. Primero, por situarte al margen de la realidad (el precio de la electricidad ha crecido); segundo, al colocarte en el terreno no racional de la descalificación. Desaparece así la capacidad argumentativa del discurso. Las afirmaciones políticas adoptan la forma de certezas categóricas, indiscutibles; es decir, no sirven para discutir, solo para mostrar adhesiones y pedir actos de fe.

La trivialización del discurso se lleva hoy a cabo en un lenguaje críptico de nuevo cuño, que quiere sonar a especializado por la vía de la postecnocracia, pero que resulta vacío, por no decir disparatado. Está el cambio de paradigma, la resiliencia, el empoderamiento, la transversalidad, la puesta en valor, el no dejar atrás, la sostenibilidad, la inclusividad y lo que sea.

El presidente ha consagrado el vaciado verbal al condenar el «negacionismo político», que dice practica el PP. Llevamos unas semanas aplicando el término ‘negacionismo’ a todo lo que ocurra, sea el negacionismo del cambio climático, del coronavirus, de las vacunas… En su momento se difundió para referirse a quienes negaban el Holocausto y ha permanecido durante tiempo con ese significado, salvo algunos intentos de aplicarlo a los ‘negacionistas españoles’ del proceso (de Euskal Herria) y alguna imitación catalana.

La forma en que se ha deteriorado el término ‘negacionista’ informa sobre cómo se banaliza el discurso. De pronto, ‘negacionismo’ salió del espacio argumental para el que se había creado y comenzó a dársele otro empleo. Al final se usa para todo. De paso, pierde significado, queda despojado de contenido, para quedarse en una mera condena del mal frente al bien (nosotros). Queda reducido a la mera descalificación. ¿Qué es el «negacionismo político»? ¿No estar de acuerdo con el presidente? Resulta imposible deducirle más significado. En el camino, se ha vaciado el lenguaje y, de paso, el discurso argumentativo, pues resulta inverosímil una discusión sobre si los aludidos son negacionistas políticos o no. El debate bizantino sobre el sexo de los ángeles tenía más enjundia.

Es uno de los mecanismos de la banalización del lenguaje: la hipersimplificación de cuestiones complejas a base de establecer dicotomías falsas del tipo blanco/negro. Sirven para vender eslóganes con destino a los de la cuerda, versión ‘hooligans’, no para una ciudadanía pretendidamente crítica. Tiene su lógica. Por lo que se ve, la imagen que la política tiene del elector no es muy halagüeña. Más bien le cree cándido e inocentón, a juzgar por los simplismos con que lo atiborra (somos la admiración mundial sobre cómo llevamos la pandemia, admiran cómo afrontamos la crisis, resultamos pioneros en gobernanzas y «en los avances de derechos», resultamos referentes «para la democracia europea» «frente a la extrema derecha»).

La puerilización argumental, que rehúye el razonamiento, coincide con la creencia en la omnipresencia de la política, con el convencimiento de que el ciudadano comparte ese entusiasmo por las fantasías y la fe en los mandos por llevarnos a la utopía. Paradójicamente, la sobrevaloración de la política acompaña a un discurso cuya evanescencia lo sitúa en las antípodas de lo político. En vez del debate de ideas se opta por la retórica y la imagen, consistente en mostrar a los dirigentes no como gente capacitada para gestionar, sino como sensibles y parecidos a nosotros, sólo que en más bueno todavía.

Banalizar un problema, un hecho social, no es una cuestión secundaria. Es convertirlo en inofensivo, despojarle de su sentido, quitarle importancia. Se trivializa la violencia de género a base de sobreusarla para atribuirse el monopolio de la conciencia antimachista.

La trivialización del discurso tiene otra consecuencia. Puede llevar a creer que los problemas se arreglan de la misma forma. Que basta la repetición de fórmulas simplonas, retóricamente concluyentes. Declaras que hemos vencido al virus o que se ha convertido en una mera gripe y piensas que así se ha acabado ya la pandemia.