EL CONFIDENCIAL 23/04/16
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
· El líder de Podemos ha hecho de los ataques a los medios de comunicación una constante. La estrategia del populista estadounidense ha creado escuela al otro lado del Atlántico
Pablo Manuel Iglesias se ha convertido, ya definitivamente, en el gran histrión de la política española. No se trata como muchos supondrán de una descalificación del líder de Podemos, sino de una descripción de su temperamento político dominado por la hipérbole y la ciclotimia. Pasa de la recitación afectada de las versiones emocionales de la política, a la agitación dialéctica más agresiva, sea a gritos, sea en susurro, con gesto grave y descompuesto, o con sonrisa beatífica. Hay dirigentes políticos con una extraña habilidad para destruirse a sí mismos y deteriorar la organización que lideran. No es extraño que la intuición colectiva que se desprende de los estudios demoscópicos valore muy pobremente a Pablo Iglesias. Infunde gran desconfianza y hasta temor el político que primero afirma y luego rectifica porque la sabiduría de la corrección solo es apreciable cuando no es un juego sistemático y tramposo como el que practica el dirigente del partido morado.
Iglesias es un ‘bronquista’. Los hay a decenas en la política internacional. Y no sin éxito. El caso de Donald Trump -tanto o más que el del fallecido Hugo Chavez– está creando estilo. Salvando las distancias, Iglesias muestra ‘trumpmanía’, es decir, un afecto constante por las técnicas dialécticas de intimidación que se proyectan en tres ámbitos: en el interno de Podemos; en el político-parlamentario y en de las relaciones con los medios de comunicación. Ejemplos para justificar una afirmación tan seria hay a manta de Dios.
Dentro de su organización, no solo ha impuesto un modelo centralizado y jerárquico en contradicción con la naturaleza de Podemos, sino que ha fulminado con modos casi tabernarios al anterior secretario de organización del partido y recortado el radio de acción, hasta donde le ha sido posible, a Íñigo Errejón, el líder alternativo de la formación que representa -en discurso, modos y estilos- todo un contrapunto a su perfil atrabiliario.
Pablo Iglesias, como Donald Trump, muestra un afecto constante por las técnicas dialécticas de intimidación
En la dialéctica política, el recurso parlamentario utilizado sobre la “cal viva” que habría manchado las manos de Felipe González y el pasado del PSOE, quedará en los anales del Congreso como la agresión más gratuita a un eventual socio de gobierno, al tiempo que su altanería al autoproclamarse vicepresidente de un fantasmal Ejecutivo de Sánchez- “cargo” al que luego renunció como es propio en su juego de aseveraciones y rectificaciones- pasará a ser ejemplo de cómo la impostura es una variable permanente en el populismo izquierdista.
Por lo demás, de Alberto Garzón a Gaspar Llamazares podrían recogerse testimonios de su prepotencia. La Izquierda Unida que aportaría sus recursos electorales para sustituir en el ‘ranking’ de fuerzas políticas al PSOE por Podemos ha sido descalificada por Iglesias con palabras inolvidablemente hirientes para los más veteranos militantes en la formación de un ancestral Anguita que hace migas -otro histrión- con un Iglesias en el que el de Córdoba -a la vejez viruelas- se ve reflejado. IU ha sido, según el sutil análisis de Iglesias, el “pitufo gruñón”, expresión casi cariñosa frente a otras valoraciones lesivas para el partido de Cayo Lara que ya ha advertido que el líder de Podemos “tiene los principios de Groucho Marx”.
Pero en el ámbito en el que la vena autoritaria de Iglesias -displicente unas veces, agresiva, otras- se convierte en ‘trumpmanía’ es en el de sus relaciones con los medios de comunicación. No voy a remitirme a escritos del líder de Podemos en los que considera a los medios de comunicación como a los verdaderos partidos políticos, ni a los párrafos más expresivos de cómo hay que aprovechar la presencia mediática para medrar electoralmente, ni recordar de qué manera tan pródiga -es decir, más allá de toda generosidad- muchos medios han convertido a Iglesias en lo que hoy es. Todo es conocido. Pero determinadas conductas públicas de este dirigente no deberían quedar impunes.
El ataque taimado y mal intencionado contra los periodistas que cubren la información de Podemos -especialmente contra el que lo hace en el diario ‘El Mundo’-, realizado en la Universidad Complutense el pasado jueves, remite a una sobrecogedora desinhibición temperamental que perfila una personalidad totalitaria. La animadversión de Iglesias hacia la labor de los periodistas, a los que supone supeditados lanarmente a sus jefes y ejecutores de un mandato editorial generalizado contra él y su partido, revela una concepción distócica de la libertad de prensa a la que se intimida por la vía de la descalificación personal de los profesionales, una técnica, por cierto, que -lo recuerdo muy bien porque la viví ‘in situ’- muy similar a la Herri Batasuna. Este comportamiento es reiterativo: ya se refirió en una rueda de prensa al “bonito abrigo de pieles” de una periodista que no parecía caerle en gracia, mostrando al hacerlo una incontenible mala leche.
Alguien debería susurrarle al oído a Pablo Iglesias que su trayectoria política comienza a estar connotada por atributos inquietantes. Pero, sobre todo, advertirle que su estilo, sus modos, trasunto ambos de su auténtica encarnadura ideológica y política, empiezan a suscitar temor. Es decir: un sentimiento previo al miedo que se aviva ante la sospecha de estar contemplando las andanzas de un líder totalitario. Y si es así, resulta prioritario que -más allá de Podemos- Iglesias quede definido como él se empeña en serlo: como un ‘trumpmaníaco’.