IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Un yihadista ha atentado en una iglesia. Qué problema había para organizar una respuesta unitaria de condena

Menos mal que ETA ya no existe, aunque su proyecto continúe vivo por otras vías, porque el terrorismo ha dejado de suscitar en España una respuesta de unidad política. Si un atentado como el de Algeciras ha derivado en el estúpido debate que hemos visto en los últimos días da miedo pensar en lo que ocurriría ante un crimen de la banda separatista. En realidad no hay de qué asombrarse: hace tiempo que desapareció de la escena pública el mínimo atisbo de consenso y el sectarismo usa como arma arrojadiza cualquier elemento susceptible de avivar la hoguera del enfrentamiento. En la ideologización tendenciosa de la violencia vale todo, desde las agresiones de género hasta esos desgraciados episodios delictivos que antes no pasaban de la sección de sucesos y ahora son objeto de retorcidas instrumentalizaciones cargadas de sesgo. En ese clima, el terrorista más lerdo conoce el impacto que puede causar su acción en una sociedad acostumbrada a tirarse a la cabeza los muertos.

Lo supimos el 11-M, cuando unas bombas no sólo volaron varios trenes con cientos de personas dentro sino que lograron hacer saltar por los aires a un Gobierno. Lo adivinó la propia ETA, incluso en sus últimos estertores, durante la negociación con Zapatero, al que apretó las tuercas reventando medio aeropuerto. Y lo vimos en Cataluña tras el ataque yihadista en las Ramblas, utilizado por el independentismo como ariete de confrontación contra España al extremo de transformar una manifestación solidaria en el punto de partida del `procès´ que se avecinaba. Ya no es posible una reacción cohesionada, ni una comparecencia multipartidista, ni una demostración de firmeza unitaria. Ignacio Varela ha recordado con amarga nostalgia la época en que, tras un atentado, el del jefe de la oposición era el primer teléfono que el presidente marcaba.

Y mira que esta vez era fácil. Un islamista, perturbado o no, ha matado a un sacristán y herido a un cura en una iglesia. Qué inconveniente había para organizar un acto conjunto de condena, en el Parlamento, en la calle, donde fuera, sin perjuicio de analizar después los posibles fallos de seguridad o de vigilancia –que los ha habido con certeza—desde una actitud de responsabilidad serena. Pues no. Primero los principales líderes se exceden en la cautela de sus comunicados de condolencia, temerosos de llamar a las cosas por su nombre como si manejasen nitroglicerina dialéctica, y luego se abre una áspera controversia entre derechas e izquierdas sobre la inmigración ilegal y las religiones violentas. Tenemos un grave problema si con la experiencia que llevamos a cuestas no hemos aprendido a distinguir la naturaleza del peligro que acecha a la nación entera. Si la mayor preocupación ante una amenaza global es la de agitar nuestras cuitas hemipléjicas mientras los enemigos de la libertad de todos se cuelan machete en mano por esa brecha.