SALVADOR SOSTRES – ABC – 10/01/16
· Después de romper su partido, de perder la hegemonía en la política catalana y en el soberanismo, Mas ha acabado perdiendo, derrotado por la CUP, su tesoro más preciado, la presidencia de la Generalitat.
· El fin: «La CUP acaba con Mas y descabeza a la trama convergente»
· Sometido: «Mas muere matando y somete al grupo parlamentario de los antisistema»
· Sin proyecto: «CDC se queda sin líder, sin proyecto y sin la hegemonía en la política catalana»
Mas ha perdido. Es la última derrota después de haber perdido todo o casi todo lo que en 2002 heredó de Convergència i Unió. En su afán por conservar el poder ha interpretado todos los papeles del teatrillo: y ha fracturado la política catalana, ha puesto a Cataluña al borde del abismo, ha desfigurado el centroderecha favoreciendo el auge de los populismos, y finalmente ha tenido que renunciar a la presidencia, no por el gesto heroico de ningún patriotismo, sino porque todo su entorno le ha hecho ver, teniendo que insistir mucho, que las próximas elecciones las perdería y su paso a la oposición iba a ser más humillante todavía.
La derrota de Artur Mas i Gavarró (Barcelona, 1956) no es la derrota de una persona, sino de un sistema, de una manera de concebir y ejercer la política. También de una idea del orden que Mas ha forzado hasta cargársela regalándole una victoria monumental a la CUP. En la primera reunión que tuvo con Anna Gabriel a principios de octubre, para ver cómo las dos formaciones podían entenderse tras los resultados del 27 de septiembre, la líder antisistema se lo dijo muy claro: «No te vamos a investir porque sino continuaréis mandando los mismos». Es una frase fundamental, que explica lo que en estos últimos meses se ha estado debatiendo, negociando, e intentando destruir. No ha sido la independencia sino el sistema. No ha sido la política, sino la trama. No ha sido Cataluña contra España sino los resentidos contra los dueños.
Minoritario
La independencia de Cataluña es un sentimiento minoritario, que ha crecido últimamente pero que no llega a ser compartido, ni siquiera como especulación teórica, por la mitad de los catalanes. Habría que ver, además, si estos independentistas de última hora lo continuarían siendo ante la posibilidad real de la independencia y de tener que asumir todos los riesgos, sacrificios y violencia que comportaría.
Pero el drama del independentismo no es que sea minoritario, o que parta de un planteamiento idealista y demagógico, sino que este sentimiento, más o menos estomacal o elaborado, dependiendo de cada caso, no tiene una articulación política honesta, y los partidos políticos que se llaman independentistas –Convergència, Esquerra y la CUP– usan la independencia como arma estratégica para defender sus intereses partidistas, mucho más determinantes y potentes, como se ha visto desde el 27 de septiembre, que la supuesta liberación nacional de Cataluña.
Infantilismo
Por ello las manifestaciones funcionan y las negociaciones se encallan, por ello la sensación de que son muchos es a veces abrumadora, pero cuando se trata luego de hacer política los partidos–todos– quedan en evidencia y son incapaces de ponerse de acuerdo en asuntos elementales, que cualquier pueblo que va en serio es capaz de resolver sin pestañear.
Entre el infantilismo de unos políticos de muy mala calidad, una argumentación simple cuando no ramplona, unos intelectuales de vergüenza ajena que en todo este tiempo no han sido capaces de inspirar ninguna grandeza; y una agenda partidista legítima, pero decididamente cínica cuando de cara a la galería exaltas a la gente a mantenerse unida, el llamado «proceso» se ha convertido en esta agonía para los independentistas, sin que España tenga que inmutarse.
Retener el poder
La derecha ha usado siempre el sentimiento independentista para retener el poder y para hacer sus negocios. La tensión nacional no resuelta de Cataluña la administró Pujol con maestría, haciéndose en Barcelona el imprescindible para el gran sueño de ser catalanes y ser libres; y presentándose en Madrid como el dique de contención contra el independentismo, para obtener a cambio impunidad para sus negocios y los de su familia. La independencia para la derecha es la justificación amable y heroica de la trama de poder y dinero que subyace y que es el único y verdadero objetivo y razón de ser de su actividad política.
Pujol, siendo probablemente mucho más independentista que Mas, jugó al autogobierno porque calculó –con acierto– que ahí estaban su fuerza, sus votos, su legitimidad y su capacidad de maniobra. Mas, que siempre fue un autonomista de perfil bajo, y que cuando le preguntaban por la independencia decía que era un «concepto anticuado» y que le daba «pereza», interpretó, equivocándose, que tenía que liderar el independentismo para mantenerse en el poder, y que ahí estaban la fuerza y los votos de una sociedad que había cambiado.
Mas se equivocó, se desangró en favor de Esquerra Republicana, favoreció el crecimiento del submundo antisistema, como siempre que el centro derecha invita a saltarse la Ley y se pone revolucionario; rompió su federación, propició que incluso Unió se rompiera, y puso al PSC al límite de sus contradicciones, forzando también su debacle, en favor de Ciudadanos –en parte– y de Podemos.
Ensoñación romántica
La izquierda usa la independencia como ensoñación romántica, para dotar de contenido su idea de libertad, y como arma arrojadiza contra la derecha, a quien acusa, no sin razón, aunque tal vez exagerando un poco, de corrupta y de cínica, y de usar la estelada para mandar y robar. Pero luego, entre la izquierda y la independencia siempre se decantan por la izquierda, y el independentismo acaba reducido a excusa.
La Esquerra de Carod-Rovira prefirió el tripartito de izquierdas que apoyar a Mas y trabajar la vía «nacional». En el Ayuntamiento de Barcelona, la Esquerra actual se ha sentido perfectamente cómoda pactando con Ada Colau.
El no de la CUP a Artur Mas no es por lo tanto un concepto nuevo, ni novedoso, en la política catalana: las izquierdas siempre se acaban entendiendo entre ellas, y aunque el próximo presidente de la Generalitat sea convergente, haber liquidado a Artur Mas es un trofeo considerable, un golpe moral de los resentidos contra la trama, de un inequívoco valor simbólico –la izquierda siempre es simbólica, en su propaganda– y que deja a la derecha catalana descabezada, con un alcalde de provincias como líder, y sin un proyecto de partido claro e identificable.
Presidente de la trama
En su última jugada, Mas se va fiel a su estilo de presidente de la trama: cede, pero a cambio de que los diputados de la CUP dejen su escaño, que dos de ellos se incorporen a la dinámica de Junts pel Sí, y que todos ellos no voten nunca en el mismo sentido de los partidos que se oponen a la independencia. La democracia que tanto le exige a Rajoy, en nombre del derecho a decidir, la vulnera del modo más clamoroso pervirtiendo en los despachos lo que la gente ha votado.
La CUP acaba con Mas. También acaban con ellos mismos, en parte, pero como destruir es lo suyo y tampoco vinieron a construir nada, ellos lo están celebrando, absolutamente encantados.
SALVADOR SOSTRES – ABC – 10/01/16