El estreno de una serie de televisión sobre el calvario y asesinato del que fuera presidente del Gobierno italiano Aldo Moro debería ser suficiente para una reflexión sobre la política. También sobre el cine. Un veterano como Marco Bellocchio, que hizo clásicos desde los años sesenta -«I pugni in tasca» (1965)- emprende a sus 83 años una aventura en el formato que ya se ha convertido en convencional, las series televisivas («Exterior noche». Filmin. 6 capítulos). Una novela, una historia, que no sea posible transformar en varios capítulos parece condenada a la irrelevancia.
Reconozco mi desdén por las series de televisión. He visto tres en mi vida -«Retorno a Brideshead», sobre la novela de Evelyn Waugh, que me descubrió a un gran actor, Jeremy Irons. Luego «Yo, Claudio» a partir de las historias romanas narradas por Robert Graves, y ésta de Bellocchio, tan deudora de Leonardo Sciascia-. La industria del cine va por ahí. Parece inevitable por más que nos parezca un recordatorio de cuando las novelas se editaban por entregas en los periódicos -«La Regenta» de Clarín, sin ir más lejos-. Aseguran que este año electoral el presidente Sánchez nos amenaza con una serie de televisión sobre su vida. Algo insuperable, que de tan ridículo no merecería ningún comentario. Recuerdo que Franco se entronizó con un documental «Franco, ese hombre» (1964) del que se benefició el siempre dispuesto director imperial, José Luis Sáenz de Heredia, pariente usufructuario de José Antonio Primo de Rivera.
La historia en la que se recrea Bellocchio no tiene comparación alguna con esas muescas del pasado. Nos sitúa en dos planos paralelos; el de un hombre condenado sin misericordia y una clase política dispuesta a sacrificarle para salvarse a sí misma. Situémonos en la Italia de 1978, un mundo con la conciencia de que nada puede seguir igual porque se ha llegado al fondo del túnel y no hay ninguna señal que consienta seguir. A su alrededor, iniciativas descabelladas que no permiten otra cosa salvo imaginar la manera de destruir la República. La P-2, la logia secreta que controla el poder y está preparada para desestabilizarlo ante la mínima sospecha de un cambio. En el aparente lado opuesto, los grupos radicales Autonomia Operaria, Prima Linea, Lotta Continua y sobre todo las influyentes Brigadas Rojas, inclinados hacia el terrorismo individual. El otro terrorismo, el indiscriminado que tiende a aterrorizar a la población, estaba al servicio de la extrema derecha cuyas redes alcanzaban directamente a la P-2, es decir el sistema en el poder durante los «años de plomo».
Aldo Moro creía posible adelantar un alfil en el trágico ajedrez de un mundo donde no se admitían más que dos jugadores. Los Estados Unidos y la Unión Soviética, los demás hacíamos de peones
Es lo que se llamó estrategia de la tensión provocada por las fuerzas extraparlamentarias de derecha e izquierda. No es una ecuación de suma cero sino «pi», ese número endiablado que carece de final. En ese punto entra Aldo Moro, un curtido dirigente de la Democracia Cristiana, experto en enjuagues, maniobras, dobles lenguajes, heredero de Alcide De Gasperi, fundador del partido y de la República, un hombre de respeto. Pero en 1978 todo se ha deteriorado. Ni la Cosa Nostra es lo que era, ni la Democracia Cristiana tampoco. El dilema para el poder se reduce a abrirse al Partido Comunista, el más potente y prestigioso del mundo occidental, cuyo peso electoral es indiscutible y se ha constituido en un eje de la gobernabilidad; sin ellos no es posible seguir sin arriesgarse a una ruptura del consenso democrático que se restableció con De Gasperi y la derrota del fascismo, ese consenso que hacía posible, incluso obligado, la presencia hasta 1947 de Palmiro Togliatti; el líder comunista que sobreviviría a todo, desde Stalin hasta sus pugnaces herederos.
Aldo Moro en marzo de 1978 consigue convencer a sus irreductibles de la Democracia Cristiana que hay que abrirse a consensuar un gobierno con el Partido Comunista. No que formen parte de él, sólo que no lo impidan y provoquen el colapso del sistema democrático. Será su último y funesto intento que le costaría la vida. La llamada «guerra fría» tenía muchos frentes abiertos, el de Italia quizá se presentaba como el de mayor trascendencia. El presidente del Consejo, Aldo Moro, creía posible adelantar un alfil en el trágico ajedrez de un mundo donde no se admitían más que dos jugadores. Los Estados Unidos y la Unión Soviética, los demás hacíamos de peones. ¿Dónde estábamos nosotros en 1978?
Se daban las últimas puntadas a la Constitución y nos quedaba en la conciencia tres acontecimientos de los que aprendimos. Franco había muerto en el 75, hacía menos de tres años. En Chile, Salvador Allende fue derrocado por el ejército con el apoyo explícito de los Estados Unidos y se abría una dictadura criminal donde antes hubo una esperanza y una democracia aparentemente consolidada. Fue entonces cuando el líder de los comunistas italianos, Enrico Berlinguer, se hizo una pregunta que no se dio por recibida: ¿cuántas masas se necesitan para parar un tanque? Sucedía en 1973 y apenas un año después los capitanes del Ejército portugués daban un golpe incruento que instauraba las elecciones libres. Nada que ver con nuestro ejército que había ganado de manera implacable una guerra y una posguerra, y que además se sentía gratificado por su pasado colonial y la gratificación de los EEUU, gran valedor del sistema hasta el punto de jugar a la neutralidad en el golpe del 23-F del 81. En 1978 nuestro mundo lo formaban restos de todos los naufragios.
Un hombre, sea el que sea, no vale un sistema, dijeron los que serían enterrados poco después en la mierda que crearon
Pero Aldo Moro en 1978 estaba vivo cuando en marzo lo secuestraron las Brigadas Rojas que jugaban el mismo juego sanguinario que el sistema corrupto, pero con diferente lenguaje. Le acabarán asesinando y depositando su cadáver en un coche aparcado a la distancia exacta que media entre la sede de la Democracia Cristiana y la del Partido Comunista. De esta reflexión cinematográfica de Marco Bellocchio de la que modestamente he intentado apuntar el contexto, queda patente la soledad de un líder secuestrado por una banda de aventados que pretendían cambiar la historia y la convirtieron en más miserable de lo que ya era.
«No me resigno a morir», dice Aldo Moro a su espantado confesor. Ni la D.C., ni el PCI, ni sus amigos más íntimos, incluido el papa Pablo VI, osan romper el círculo infernal. Para ellos el Moro secuestrado «se ha vuelto loco» porque quiere vivir. Salvar a Moro, intentarlo al menos, hubiera sido una debilidad para sus colegas cristianos. Un hombre, sea el que sea, no vale un sistema, dijeron los que serían enterrados poco después en la mierda que crearon.