Jorge Bustos-El Mundo
El marianismo fue un movimiento político que negaba el movimiento político y que gobernó España durante siete años y el PP durante 14, lo cual prueba que el tiempo importa poco cuando uno sabe ocupar bien el espacio. La política es una física averiada que a veces se emancipa de la tiranía lineal de los relojes. Solo así se explica no que Rajoy abandone la política, sino que haya permanecido en lo más alto de ella hasta bien entrado el siglo de los influencers y las mascotas digitales. Yo por eso siempre le llamé don Mariano, con una mezcla de ironía y de respeto a su porte convencional y a su repertorio de modismos galdosianos, una suerte de señorío a destiempo muy previo a la cultura de masas y a la sustitución de los casinos de provincias por casas de juego online. Era el último político analógico de Europa junto con doña Angela Merkel, cuyo récord de trienios al mando ya no podrá batir. En la era de los spindoctors atropellados, tras la febril propaganda de Zapatero, Rajoy se presentó en La Moncloa contra la opinión de todo el mundo, dispuesto a callar como nadie había callado. Tajani decía de él que callaba pero hacía, pero Rajoy había descubierto mucho antes de llegar al Gobierno que la mejor decisión es no tomar ninguna decisión, porque de ese modo nadie te pide cuentas. Al final se fue quitando de la actividad como un Bartleby celta y llegó a encadenar tardes de ataraxia perfecta que habrían matado de envidia al Dalai Lama.
Era un hombre que traía como un retorno glacial al geocentrismo, a la conseja de abuela, a una afasia barbada y decimonónica que contradecía con insolencia la centrifugación de la política mediática. Su manera de despreciarnos –a nosotros, los periodistas– ha sido épica: uno lo veía esquivar cámaras saliendo por los garajes y renegaba de la maldita estampa de mi oficio. ¡Qué manía de querer saberlo todo, carallo!
Odiar a Rajoy era imposible. La izquierda y los independentistas han tenido que hacer verdaderos esfuerzos para conseguirlo, con ayuda de los jueces. A Pablo Iglesias casi le escapan las lágrimas al despedirlo en Twitter, y yo le entiendo. Solo voté a Rajoy una vez, porque intuí que era el candidato menos preferido por los terroristas de Atocha, pero quizá si le hubiera fichado otro partido –uno cualquiera, me es igual–, le habría votado más veces. Rajoy me caía, me cae, irresistiblemente bien, pero tenía la desgracia de ser un político, y de pertenecer a un partido escasamente ilusionante. Yo prefería al personaje que salía en el vallenato electoral que le compuso una peña colombiana, ese que algunos periodistas aún pinchamos en las redacciones clandestinamente, a última hora de una tarde tontorrona. Como atesoramos la imagen de señor de las alcachofas, plantificado en aquel sembrado en plena campaña como la cabal ilustración de una parábola evangélica. O aquella vez en que le preguntamos en un foro de EL MUNDO cuándo se animaría a divertirse en El Hormiguero y nos respondió: «Conviene que alguien en el Gobierno se parezca todavía a sí mismo». Con él no sé todavía si la política pierde un autor o si la literatura gana un personaje.
Cuando apareció Podemos, cabalgando sobre llamaradas de pureza, Rajoy hizo lo que se esperaba de Rajoy: se encogió de hombros. El día que Pablo Iglesias, venciendo su íntima pasión, le planteó una moción de censura, el presidente le advirtió afectuosamente desde la tribuna de oradores: «Todo lo exagerado acaba por volverse irrelevante». Pero su infalible ley de la gravitación presidencial le falló con la sentencia de Gürtel, que a lo mejor era exagerada, pero que desde luego no se ha mostrado irrelevante. Guardo con cariño el tarjetón que me mandó al periódico cuando leyó mi primer libro –«Me ha gustado. Está bien»–, y en cortés reciprocidad me envió Fuego y cenizas, allí donde Ignatieff cifró una letal advertencia que a mi poderoso corresponsal se le pasó por alto: «Si adoptas la prudencia como lema, el coraje te abandonará cuando llegue el momento de mostrarlo».
A Mariano Rajoy le descargaron un gancho a la mejilla en Pontevedra, pero solo le movieron las gafas. Entonces me di cuenta de que el marianismo iba a ser difícil de tumbar. Finalmente lo han logrado, y a su muda solidez le sucede la liquidez sanchista. En una era de retóricas precocinadas, nadie heredará su fino sarcasmo parlamentario ni sus tautologías sintácticamente aberrantes. Nadie ya me hará reír en la tribuna de prensa del Congreso a las nueve de la mañana de cualquier miércoles, mientras anoto su olímpica ocurrencia y adjetivo la cara de su adversario. Con él muere un subgénero de la crónica parlamentaria que nos pulió a todos el estilo. Aunque solo sea por eso, y por haberse reservado las emociones para la despedida –hoy ya no se viene a la política llorado, sino se viene a llorar–, le doy las gracias de corazón. Ahora afronta al fin su inoperancia más productiva: solamente tiene que sentarse a esperar a que Pedro Sánchez le mejore.