Ignacio Camacho-ABC

  • El decretazo de Madrid no es más que otra reacción compulsiva de Sánchez en el conflicto entre el poder judicial y un Ejecutivo que se considera por encima del marco jurídico. La judicatura se ha convertido en la ultima ratio del orden legítimo que separa la democracia española del «iliberalismo»

En el proyecto de poder de Sánchez, basado en la hegemonía de la propaganda y en la política de las emociones y del espectáculo, la irrupción de la pandemia no sólo constituye, como para cualquier gobernante, un contratiempo inesperado: se ha convertido en el cisne negro que puede echar todos sus planes abajo. Por eso desde el primer momento, y tras desoír las alertas tempranas que los organismos de seguridad le hicieron llegar antes de marzo, se ha empeñado en tratar la crisis con un enfoque mucho más político que sanitario. Siempre ha ido por detrás de los acontecimientos, atento solamente a la creación de un «relato» que pudiese imponer sobre las críticas de sus adversarios y la decepción de los ciudadanos: una rescritura de la realidad que evite la sensación del fracaso. La única ocasión en que se anticipó -cuando dio al virus por derrotado- fue para tratar de desembarazarse del problema en vez de arreglarlo, estimulando así una euforia social que adelantó al verano la segunda ola de contagios. Como Felipe II, no contaba con elementos naturales capaces de arruinar sus cálculos. Ante la persistencia de la enfermedad, se comporta como un piloto ofuscado que apretase al azar los botones del cuadro de mandos para terminar, como acaba de suceder con el decreto de alarma en Madrid, emprendiéndola con ellos a porrazos espasmódicos que en vez de enderezar el rumbo extraviado producen el efecto contrario.

Así lo revela el gesto compulsivo de soberbia autoritaria, pura descarga de testosterona, con que reaccionó el viernes al revés sufrido en los tribunales sobre el confinamiento de la comunidad madrileña. Aunque en esta oportunidad ha cometido también un grave error: la declaración de emergencia que pretendía ser una suerte de golpe sobre la mesa se ha vuelto contra su propia estrategia y en vez de apretar el cerco sobre Ayuso ha convertido a la presidenta autonómica en víctima de una arbitrariedad y en inesperada heroína de la derecha. Ha quedado retratado ante la opinión pública como un narciso caprichoso que no tolera objeciones ni pegas a su autocomplaciente suficiencia. Y se le ha notado en exceso la rabia que le causan las resoluciones judiciales adversas que en las últimas semanas se vienen acumulando contra su manera de gobernar desdeñando las reglas. Para un dirigente que se ha acostumbrado incluso a vetar al Rey y a dirigir su agenda, la justicia es ahora mismo el único dique que contiene un cesarismo creciente como una marea.

De ahí la tensión patente entre el poder judicial y un Ejecutivo que se considera a sí mismo por encima del marco jurídico, hasta el punto de pretender restringir libertades fundamentales mediante un simple y chapucero oficio burocrático firmado por el subalterno de un ministro. Sánchez, como su socio Iglesias, está convencido de que ninguna institución puede poner límites a su libre albedrío político, y entiende la independencia de los jueces -la de los fiscales ya la ha sometido- como un desafío a su mandato legítimo. La solidez del Estado de Derecho y la supremacía de la ley están en juego en este conflicto; si el Gobierno logra allanar la resistencia de la judicatura a ponerse a su servicio, el régimen constitucional quedará listo para ser subvertido sin necesidad de reformar su ordenamiento normativo y España pasará a formar parte de los países invadidos por la pujante tendencia del «iliberalismo»: una democracia meramente formal pero vacía de contenido, sin equilibrio de poderes, ni autonomía civil, ni ciudadanía de pleno ejercicio.

Nadie puede escandalizarse, en este contexto, de que el magistrado del «caso Dina», García Castellón, haya sufrido un linchamiento verbal, con amenazas expresas incluidas -«hay que cocerlo»-, orquestado en las redes sociales desde el aparato de agit-prop de Podemos. Ni de que miembros del Gabinete, ante el silencio de sus colegas socialistas, hayan alentado y hasta divulgado este acoso típico de las brigadas del peronismo patotero. El propio vicepresidente, perseguido por la terca sospecha de ciertos hechos que a cualquier político de otro partido le habrían costado el puesto sin presunción de inocencia, lleva tiempo señalando a los togados, incluso desde la tribuna del Congreso, como conspiradores golpistas que tratan de doblar el brazo al Gobierno con veredictos prevaricadores y torticeros. Un influyente miembro del partido morado, su cofundador Juan Carlos Monedero, ha sugerido en la televisión que llegará el momento de juzgar al juez que se ha atrevido a pedir la imputación de Iglesias al Supremo. De ahí al «cocedero» de los tribunales populares media un paso muy pequeño.

La agresión, por ahora sólo retórica, y la intimidación son parte de la técnica de deslegitimación de las instituciones propia de todo proceso totalitario. Iglesias sabe lo que dice cuando denuncia un imaginario ataque orquestado desde la magistratura contra «el Gobierno democrático»: al subrayar el concepto de «democrático» le está negando a la Administración de Justicia su condición esencial de poder del Estado, cuestionando su papel de ultima ratio de la convivencia y por tanto sugiriendo, según el manual del populismo bolivariano, su subordinación a un segundo o tercer plano jerárquico. Poco de extraño tiene, pues que el ministro del ramo admita que está preparando, por orden del presidente, una reforma legal al estilo del ultraderechismo polaco que permita al Ejecutivo y sus aliados elegir a dos tercios de la cúpula judicial por una mayoría simple a su alcance inmediato. El mensaje es claro: están dispuestos a arrollar a todo el que no obedezca sus dictados. Exigen inmunidad para el futuro e impunidad para el pasado (el suyo, el reciente, no el de hace ochenta años). Contra las competencias autonómicas, decretazos; contra los empresarios, el reparto discrecional de fondos europeos; contra la oposición, bombardeo mediático; contra el periodismo crítico, el insulto «naturalizado»; contra los jueces de criterio propio, el rodillo parlamentario. Ése es el panorama; lástima que el coronavirus no se haya enterado y siga extendiéndose por ahí en abierto desacato.